Archivos de Ciencias de la Educación, vol. 17, nº 23, e122, junio-noviembre 2023. ISSN 2346-8866
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Departamento de Ciencias de la Educación

Dosier

Educación comparada o juegos de poder epistemológicos para dominar el mundo

Daniel Tröhler

Department of Education, University of Vienna, Austria

Traducción a cargo de Leandro Stagno

Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de La Plata, Argentina
Cita recomendada: Tröhler, D. (2023). Educación comparada o juegos de poder epistemológicos para dominar el mundo. Archivos de Ciencias de la Educación, 17(23), e122. https://doi.org/10.24215/23468866e122

Resumen: Este artículo sostiene que los mundos que ha explorado y explora la educación comparada se caracterizan por tres patrones políticos. El primero y más antiguo es el Estado nación competitivo como punto de partida de la comparación, un Estado educacionalizado, cuya fuerza relativa global en economía y su destreza militar se atribuyen al sistema educativo. El segundo patrón, fácilmente visible en la Guerra Fría, es la idea de una progresión casi estandarizada, vinculada al poder económico, militar y, por tanto, geopolítico. Y el patrón contemporáneo es que este nexo entre potencia mundial y educación puede desglosarse en pruebas comparadas de rendimiento escolar (por ejemplo, PISA) a través de las cuales las necesidades de reforma se formulan (casi automáticamente) en el ámbito local y en otros lugares. Si este análisis y su historia -que se ilustran a continuación- son siquiera aproximadamente exactos, la “educación comparada” debería replantearse algunos de sus supuestos básicos.

Palabras clave: Educación comparada, Epistemología, Globalización, Poder mundial, Imperialismo.

Comparative Education or Epistemological Power Games for World Domination

Abstract: This article argues that the worlds which comparative education has explored and is exploring are characterised by three main political patterns. The first and oldest is the competitive nation-state as the starting point of the comparison, an educationalized nation-state, one whose relative global strength in economy and military prowess is attributed to the education system. The second pattern, easily visible in the Cold War, is the idea of an almost standardized progression, linked to economic, military and thus geopolitical power. And the contemporary pattern is that this nexus of global potency and education can be broken down into comparative school performance tests (for example in PISA currently) through which reform needs (almost automatically) are formulated at home, and elsewhere. If this analysis and its history – which is illustrated in the following – is even approximately accurate, ‘comparative education’ may need to re-think some of its basic assumptions about itself.

Keywords: Comparative education, Epistemology, Globalization, World Power, Imperialism.

Introducción

En 1917,1 el académico chino Ji Yu publicó en chino el libro Comparative Study of National Education in Germany, France, Britain and the USA [Estudio comparado de la educación nacional en Alemania, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos] (Yu, 1917). En el prefacio, Yu afirma que su publicación se basa en una investigación documental que realizó a partir de diversas fuentes y, en particular, de otro libro de título similar del autor japonés Hanjiro Nakajima, publicado el año anterior. Nakajima, por su parte, había estudiado en la Escuela Normal de Tokio entre 1906 y 1909 y había enseñado pedagogía en la Escuela Normal de Tianjin, una ciudad china que en aquella época estaba administrada por la Alianza colonial de las Ocho Naciones, integrada por Rusia, Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Japón, Italia, el Imperio Austrohúngaro y el Imperio Alemán. En 1909, Nakajima viajó a Europa y permaneció allí durante tres años, primero en Alemania y luego en Inglaterra, y tras regresar a Japón en 1913, impartió clases en la (actual) Universidad de Waseda hasta 1926. Durante este tiempo, publicó artículos y libros sobre la educación en Occidente, incluido aquél sobre los sistemas educativos de Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos que serviría de base para el citado libro de Ji Yu (Nakajima, 1916).

Mientras leía el libro de Nakajima, Yu sintió que “había viajado por esos países observando su educación” (Yu, 1917, p. 1). Asumiendo que la educación es “la madre de la civilización”, Yu se propuso escribir un libro similar en chino para informar a más chinos sobre la educación en esos “países más civilizados”. Según Yu, pocos educadores chinos tuvieron la oportunidad de visitar o estudiar en estos países. Por lo tanto, el libro pretendía ser una ventana para los chinos que quisieran saber más sobre cómo se llevaba a cabo la educación nacional, como motor de civilización, en Alemania, Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos.

En China, la percepción de un Occidente “avanzado” frente a un autopercibido desarrollo inferior se había fortalecido al menos desde la Guerra del Opio en la década de 1840 (Mao, 2016). Cuando China perdió su dominio sobre Corea a manos de Japón en la guerra de 1894-1895, su autopercepción de retraso se afianzó aún más (Osterhammel, 2014). Como consecuencia, las autoridades de la dinastía Qing empezaron a enviar jóvenes al extranjero para fortalecer y reformar su propio país (Jiang y Xu, 2007), sobre todo a Japón, que a partir de 1870 dejó atrás siglos de aislamiento. Este país había enviado políticos de alto rango a Norteamérica y Europa, quienes regresaron con conocimientos políticos y tecnológicos y, no menos importante, ideales intelectuales (Howland, 2002; Craig, 2009) y educativos (Ito, 2007). Sobre esta base, Japón había establecido un imperio constitucional de inspiración alemana y había emprendido inmensos cambios tecnológicos y reformas educativas (Yamada, 1998). Entre 1896 y 1937, más de 11.000 estudiantes chinos fueron a Japón para estudiar el Occidente (Zhang, 1996; Yokoi y Gao, 2012). Estos últimos, incluido Ji Yu, aprendieron no solo sobre Japón, sino también sobre los países occidentales “civilizados”, a través de los ojos japoneses.

Esta narración histórica ofrece un marco para llevar adelante una amplia gama de investigaciones, tales como las que se interrogan acerca del modo en que viajan determinados estilos de pensamiento -en el caso de este artículo, la epistemología de la educación comparada. Obviamente, las publicaciones de Yu y Nakajima sobre educación comparada centradas en países considerados “avanzados en civilización” no solo constituyen un interesante ejemplo de transferencia de conocimientos y de cómo éstos se transforman a medida que se desplazan (Cowen, 2009), también reflejan una postura particular sobre la razón de ser de la investigación comparada en educación.

Esta postura ha demostrado ser notablemente estable a lo largo del último siglo. Recoge un supuesto vínculo entre el sistema educativo, la construcción de la nación y los avances de un país (hoy denominados “desarrollo”); la idea de que se puede aprender de la comparación en beneficio del propio desarrollo nacional y, potencialmente -en una notable inversión de la estructura relacional- tener que enseñar a otros (quieran o no) para alinearlos con la propia doctrina nacional educacionalizada de desarrollo y progreso (Tröhler, 2022a).

Son precisamente los procesos relacionados con estos últimos motivos –instruir a otros sobre la reforma escolar y la gobernanza para el desarrollo a escala mundial- los que han dado lugar a tendencias en todo el mundo que se interpretan como isomorfismo. Dichos “isomorfismos” se popularizaron, sobre todo después de 1989, bajo el lema de la “globalización”. Una vez más, esto llevó a los investigadores a pasar por alto al Estado nación como origen tanto del propósito imperialista de instruir a otros -que conduce a lo que parece ser isomorfismo- como del auge de la educación comparada en tanto subdisciplina académica (Cowen, 2022; Tröhler, 2022b). El examen crítico de la agenda imperialista y colonial de la política y la investigación comparadas (Takayama, 2018) condujo a identificar que “la producción y reproducción de formas hegemónicas de conocimiento son precisamente las institucionalizaciones de un epistemicidio lingüístico o cultural” (Paraskeva, 2016, p. 241), que recientemente se ha explorado en el período de la dinastía Qing, es decir, en la China de la década de 1860 (Zhao, 2022).

En los últimos años, sin embargo, se ha puesto de manifiesto que las percepciones del isomorfismo global “real” son expresiones del narcisismo, la ignorancia o la autocrítica acusadora de Occidente. El número especial de la revista Comparative Education dedicado al “especialista en educación comparada como extranjero” (Kim, 2020, p. 1) es revelador, sobre todo porque da voz a los comparatistas que trabajan “fuera de sus países de origen”. Uno de los invitados, Keita Takayama, describe sus viajes de estudio en Canadá y Estados Unidos y precisa que estas experiencias lo distanciaron epistemológicamente de sus colegas japoneses en educación comparada, quienes, en general, no han estudiado en el extranjero (Takayama, 2020). Para Takayama, la tensión epistemológica se hizo evidente puesto que él, formado en educación comparada angloamericana, había elegido a Japón como caso para su tesis. Así describió el resultado años más tarde, citando al sociólogo japonés Sugimoto (2014, p. 192): “Mi tesis trató la educación japonesa como ‘un espacio productivo para probar -y potencialmente enriquecer y modificar- teorías sociológicas generales de origen occidental’” (Takayama, 2020, p. 2).

La reflexión autobiográfica de Takayama ejemplifica la idea general que subyace en este artículo, a saber, que existe un modelo dominante de investigación comparada sobre el que sólo se reflexiona en casos excepcionales. Este modelo presenta a los Estados nacionales compitiendo entre sí por una dominación global que puede describirse como completamente educacionalizada. Este término debe entenderse como un reflejo cultural desde el cual todo tipo de problemas y desafíos sociales se formulan como asuntos educativos (Tröhler, 2017). En este contexto, la posición que cada uno adopta en la competencia global por la dominación está determinada de manera un tanto irreverente por poderes económicos y militares que, a su vez, establecen el estándar de “progreso” o “desarrollo” para los demás.

Este artículo sostiene que los mundos que ha explorado y explora la educación comparada se caracterizan por tres patrones políticos. El primero y más antiguo es el Estado nación competitivo como punto de partida de la comparación, un Estado educacionalizado, cuya fuerza relativa global en economía y destreza militar se atribuyen al sistema educativo. El segundo patrón, fácilmente visible en la Guerra Fría, es la idea de una progresión casi estandarizada, vinculada al poder económico, militar y, por tanto, geopolítico. Y el patrón contemporáneo es que este nexo entre potencia mundial y educación puede desglosarse en pruebas comparadas de rendimiento escolar (por ejemplo, en PISA) a través de las cuales las necesidades de reforma se formulan (casi automáticamente) en el ámbito local y en otros lugares. Si este análisis y su historia -que se ilustran a continuación- son siquiera aproximadamente exactos, la “educación comparada” debería replantearse algunos de sus supuestos básicos.

Para hacer plausible esta tesis, examino en primer lugar al Estado nación como motivo que conduciría el hacer de la educación comparada. A continuación, me ocupo de la manera educacionalizada a través de la cual se interpretó la performance del Estado nación, especialmente en Inglaterra, cuando era un potencia mundial en crisis. En tercer lugar, discuto cómo surgió sobre esta base el modelo académico de investigación comparada a comienzos del siglo XX. A continuación, muestro cómo en la segunda mitad del siglo XX la atención se redujo a dos de los Estados occidentales vencedores de guerras. Por último, intento hacer comprensible que, al finalizar la Guerra Fría, estos desarrollos condujeron a hablar en términos de “globalización”, operación que ha servido para ocultar los impulsos imperiales de los Estados nacionales dominantes a nivel mundial.

La cima del progreso civilizatorio, la potencia económico-militar y el Estado Nación

En la época en que Nakajima (1916) y Yu (1917) celebraban el progreso civilizatorio de Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos, atribuyendo su admirado desarrollo a sus sistemas educativos y queriendo aprender de ellos para su propio progreso, estos países idealizados estaban en guerra, luchando entre sí hasta la muerte. Los soldados permanecieron en las trincheras durante meses y años, y decenas de miles murieron a causa de novedosas granadas de mano o gases de combate, como el gas mostaza que las tropas alemanas utilizaron por primera vez la noche del 12 al 13 de julio de 1917 para mejorar su posición de partida ante el esperado ataque británico en Ypres, Bélgica (Faith, 2016; Watanabe, 2016; Johnson, 2016).

La ciencia no sólo había dejado su huella en el desarrollo de eficaces armas letales. Los intelectuales no tardaron en intervenir en la guerra propagandística, tal como lo hicieron dos ganadores del Premio Nobel de Literatura, el francés Henri Bergson y el alemán Rudolf Eucken. Para defender la causa de sus países, necesitaban -al igual que sus admiradores del Lejano Oriente- el “argumento” de la “civilización”, que semánticamente se situaba en la intersección de dos discursos, el del progresismo (hasta un punto de perfección o perfectibilité) y el del nacionalismo. Bergson, que había mantenido buenas relaciones con Alemania antes del estallido de la guerra, afirmó el 8 de agosto de 1914, sólo cuatro días después de que las tropas alemanas invadieran Bélgica: “la lucha contra Alemania es la lucha de la civilización contra la barbarie” en la cual Alemania había “recaído” (Bergson, [1914] 1972, p. 1102) tras haberse dedicado durante mucho tiempo a la “poesía, el arte y la metafísica” (Bergson, 1915, p. 8). Según Bergson, después de la fundación del Imperio Alemán en 1871, Alemania tuvo que convertirse casi necesariamente en un Estado “industrial y comercial” y ampliar masivamente su “poder militar”, lo que a su vez moldeó su economía, señal inequívoca de un alejamiento de la poesía, el arte y la filosofía y de una vuelta a la barbarie.

Los alemanes también cuestionaron su exposición a la historia mundial, pero a través de una filosofía de la historia completamente distinta. Rudolf Eucken entendía “el mundo como algo en proceso de devenir y lleno de duras luchas”, por lo que los alemanes se sentían llamados “a participar en la gran obra del desarrollo ulterior (…) Queremos intervenir, promover, y así darle a la historia un gran significado” (Eucken, 1914, p. 20). Sin embargo, el punto de referencia de la dignidad histórica no eran los logros de los franceses, los británicos o los estadounidenses, sino los (antiguos) griegos. Mientras que los griegos habían sido idealistas estéticos, los alemanes encarnaban ahora los principios del “idealismo ético”, cuyos fundamentos eran “la grandeza, la verdad y la originalidad” y que prometía lo mejor “para el futuro de la humanidad” (Eucken, 1914, p. 19-20). En respuesta a las críticas extranjeras sobre el “regresión” de Alemania, Eucken admitió que los alemanes habían expandido la economía y el ejército y habían demostrado que realmente eran un “pueblo capaz de empuñar las armas, un pueblo guerrero”, de modo que, en su época, habían asumido el liderazgo mundial “en tierra y agua” y “en industria y tecnología” (Eucken, 1914, p. 8). Sin embargo, subrayó que este desarrollo no había cambiado “nuestro más íntimo y verdadero ser”, y no debía verse como una vuelta a la barbarie, sino, por el contrario, como una expresión de la conexión única entre “lo temporal y lo eterno que está reservada a los alemanes, en beneficio de la humanidad, porque ésta corre el peligro de caer en la insensatez. Precisamente por eso los alemanes tienen un significado histórico mundial” (Eucken, 1914, p. 22).

Los intelectuales de ambos frentes tenían muy claro que la cuestión que estaban debatiendo era el progreso histórico mundial; la disputa -y por tanto, en última instancia, la legitimación del exterminio- giraba en torno a la interpretación de la naturaleza del progreso humano, que se consideraba encarnado y representado en los respectivos Estados nacionales (aunque Alemania estuviera dirigida por un emperador). Sin embargo, independientemente de cómo se librara sobre el papel, fueron los ejércitos de las “potencias mundiales” que luchaban por la dominación los que decidieron la guerra. Se trataba de las tradicionales “grandes potencias” que habían prevalecido sobre una recién llegada Alemania de fines del siglo XIX: Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos y también Italia (Rusia había abandonado la coalición contra las Potencias Centrales tras su revolución de 1917). Lo que siguió fue una reorganización política de Europa, en particular, la transformación de los antiguos imperios. Mientras que Rusia se había dotado de nuevas estructuras a través de la revolución interna de 1917 y Finlandia (finalmente) se convirtió en un Estado nación en 1918 como parte de estos levantamientos rusos, las potencias vencedoras allanaron el camino en los diversos tratados de paz para la transformación de los antiguos grandes imperios -el Alemán, el de los Habsburgo, el Otomano- en Estados nacionales.

La progresividad de la civilización global, como habían demostrado estos acontecimientos poco después de la admiración de Nakajima (1916) y Yu (1917), se encarnaba en el Estado nación europeo, cuya fuerza en política exterior se definía por la destreza económica, la ciencia, la tecnología y el poder militar, y cuya fuerza interna residía en tener ciudadanos leales que se sintieran unidos como nación, independientemente de las diferencias sociales existentes. Además de numerosas estrategias para reforzar la cohesión nacional -fiestas e himnos nacionales, símbolos y emblemas nacionales, equipos nacionales de deportes- un elemento clave del Estado era hacer que los ciudadanos entendieran estas performances como propias, a partir de conceptualizar a la escuela como lugar donde se aprendían las alfabetizaciones nacionales (Tröhler, 2020a). Los ciudadanos, constantemente expuestos a la miríada de representaciones menores y mayores de su propia nación, siempre debían saber o incluso sentir que formaban parte de estas mismas representaciones creadoras de identidad (Billig, 1995). A través de la escuela y su currículum, lo nacional debía formar parte de la identidad de los ciudadanos y convertirse en una “segunda naturaleza” culturalmente asumida (Tröhler, 2020b, p. 18-19). Esto era lo que había fascinado a Nakajima y Yu durante la Primera Guerra Mundial mientras escribían sobre educación comparada.

El Estado nación imperialista educacionalizado, el miedo a la debilidad y la curiosidad por los sistemas educativos de los vecinos

La reorganización política de Europa tras la Primera Guerra Mundial no impuso simplemente el principio político del Estado nación, sino una (deseada) ampliación de las esferas de validez de estos territorios, que se expresó en el cambio semántico del siglo XIX de “gran potencia” a “potencia mundial” (Faber, 1982, p. 930-933). Como dijo Bismarck en su discurso Los alemanes le tememos a Dios, pero a nada más en el mundo, la característica de la “potencia mundial” era “presionar e influir su esfera de interés en las políticas de otros países y tratar de dirigir esos asuntos” (Bismarck, [1888] 2018, p. 336). Un país “potencia mundial” era desde entonces un Estado nación competitivo y globalmente fuerte, con expansión imperial por naturaleza, colonialista, que representaba (al menos en su propia percepción) el pináculo de la civilización, un ejemplo para los demás. Extraía su fortaleza en política exterior de la ciencia y la tecnología al servicio de la industria, el comercio y el ejército, y su estabilidad interna de una política social particular, una administración eficiente basada en estadísticas, y organizaba una política educativa en torno a la formación de la identidad nacional (Tröhler, 2023).

La estrecha conexión entre los indicios de progreso civilizatorio, la fortaleza económico-militar y la educación que había llevado a los exploradores asiáticos a realizar viajes reales (Nakajima) o imaginarios (Yu) a Europa en beneficio de sus países se hizo especialmente patente en el Reino Unido, que había entrado en crisis tras sus “Años Dorados” comprendidos entre 1850 y 1870 (Porter, 1994, p. 26-37). Como resultado, surgió un modelo de educación comparada más académico y de apoyo a las políticas. En este último tercio del siglo XIX, ante las crisis internas y la cada vez más evidente disolución del Imperio -Londres era entonces, como capital del último imperio mundial, “el centro del mercado mundial de capitales” (Osterhammel, 2014, p. 671)-, surgió un programa inglés de construcción nacional, cuya piedra angular, no por casualidad, fueron las diferentes leyes escolares sancionadas entre 1870 y 1902. Precisamente, con este propósito de construcción de la nación inglesa se realizaron comparaciones internacionales y se configuró un campo discursivo académico del que surgió la educación comparada como asignatura universitaria.

Las comparaciones que llevaban adelante los preocupados británicos eran con los países que consideraban que tenían sistemas educativos muy desarrollados, tal como los protestantes Países Bajos y Suiza, y con los pocos que les parecían más peligrosos en términos de política mundial y económica, es decir, Francia, Alemania y, más tarde, Estados Unidos. Un ejemplo comparativo temprano es el del inspector escolar Matthew Arnold, que en 1861 describió las escuelas elementales de Francia con observaciones comparativas sobre Suiza y los Países Bajos (Arnold, 1861); más tarde siguió una comparación entre los sistemas de educación superior de Francia, Italia, Alemania y Suiza (Arnold, 1868). Asimismo, en los debates parlamentarios se argumentaba que Massachusetts gastaba más en escolarización que todo el Imperio Británico; esta discrepancia era un problema esencial, ya que se decía que la educación era “una necesidad tan nacional como el ejército o la marina” (Armytage, 1970, p. 126-127). En 1870, el funcionario inglés de la Oficina de Guerra británica y fundador y primer editor de la revista Nature, Joseph Norman Lockeyer, aprovechó el estallido de la guerra de 1870 entre Alemania y Francia -“los dos países más civilizados de Europa” (Lockeyer, [1870] 1906, p. 1)- como una oportunidad para recordarle a Gran Bretaña que debía “prepararse tanto para la paz como para la guerra” y hacerlo “mediante un mayor esfuerzo educativo, más escuelas de ciencias, una idea más certera del modo en que una nación puede progresar realmente, prepararnos para ocupar nuestro lugar entre las naciones cuando vuelva la paz” (Lockeyer, [1870] 1906, p. 4). A raíz de la primera Ley de Educación aprobada en 1870, John Morley publicó The Struggle for National Education [Luchas por una educación nacional] (1873), y en una publicación posterior dio cuenta de los argumentos centrales que habrían estado a favor de esta ley, siendo éstos claramente militares: “el triunfante Norte de Estados Unidos [en tiempos de la guerra civil suscitada entre 1861 y 1865] fue la tierra de la escuela común. La victoria de los prusianos sobre los austriacos en Sadowa en 1866 fue llamada la victoria del maestro de escuela elemental” (Morley, 1903, p. 302). El interés por la escuela y la reforma escolar residía sobre todo en la fuerza militar, con la que también iba a ser posible el dominio colonial a escala mundial.

Para cuando Morley difundió en suelo inglés que la escolarización era la base de la influencia militar y, por tanto, de la autoafirmación en la competencia internacional, Inglaterra ya había aprobado la Ley Balfour-Morant (1902) que, siguiendo el modelo continental, convirtió a la escolarización en un asunto del Estado nación. En el ámbito de la investigación, se asumió durante mucho tiempo que a través de dicha ley el Estado se había impuesto a la iglesia y la religión. Voces más recientes afirman, sin embargo, que con esta ley la iglesia anglicana (y no la religión) obligó a los inconformistas a abandonar la escuela (Parker, Allen y Freathy, 2020) y, de esa forma, contribuyó significativamente a definir aquello que, a nivel nacional, sería considerado “inglés” a través de la escuela y su currículum. Lo que era gubernamental eran las reformas escolares y la política, y lo que estaba en el punto de mira eran la identidad nacional, la lealtad y el trabajo. El inglés como idea nacional era anglicano y no inconformista. Las leyes educativas entre 1870 y 1902 hicieron lo que hicieron en otros lugares, es decir, dirigir la escuela estatal hacia la “construcción de la nación”, hacer de la nación la “segunda naturaleza” de sus ciudadanos (Tröhler, 2020b), es decir, reforzar la tesis cultural de “lo que uno es”, o debería ser: leal-nacional.

La construcción nacional a través de la reforma educativa siguió una estrategia comparada que supuestamente salvaría al imperio británico. Para saber cómo perfeccionar los cimientos de un imperio algo desequilibrado, los desconcertados ingleses miraron a Francia, Alemania y Estados Unidos, los “principales países” del mundo, como dijo el inspector escolar galés Robert Edward Hughes (Hughes, [1902] 1906, p. 4). Con la excepción del Imperio Alemán, eran potencias coloniales imperialistas que no podían luchar entre sí, por lo que preferían aprender unos de otros. Francia, Inglaterra y Estados Unidos, además de la Alemania Imperial, eran rivales por el dominio del mundo, y con avidez y curiosidad querían aprender unos de otros. La vacilante Gran Bretaña abrió el camino y desarrolló una educación comparada sistemática y académica que seguía este propósito, un modelo epistemológico que personas como Nakajima y Yu suscribieron cuando publicaron sus libros en plena Primera Guerra Mundial, en 1916 y 1917, respectivamente.

La configuración epistemológica de la educación comparada hacia 1900

Para sobrevivir durante más de un siglo, esta epistemología de la educación comparada tuvo primero que formularse con mayor precisión, asegurarse institucionalmente y canonizarse a través de asociaciones y órganos de publicación (series de libros y revistas). Tal vez el modelo más impresionante sea el desarrollado por (el olvidado) Robert Edward Hughes en su libro The Making of Citizens: A Study in Comparative Education [La construcción de los ciudadanos. Un estudio sobre educación comparada], publicado en 1902 y centrado en los “principales países” del mundo:

El propósito de este libro es observar el resultado del movimiento [para la formación nacional] tal y como ha tenido lugar en los cuatro principales países del mundo: Inglaterra, Francia, Alemania y Estados Unidos. Nuestro objetivo aquí es pintar (...) cuatro cuadros que muestren cómo estos cuatro países, como buenas madres, se esfuerzan por preparar a sus futuros ciudadanos para la vida (Hughes, [1902] 1906, p. 3)

La preocupación de Hughes al escribir su estudio sobre educación comparada era claramente nacional, como se hace evidente desde las primeras páginas, cuando se queja de que los ingleses, en su profundo escepticismo sobre la regulación estatal, habían demorado la introducción de un sistema escolar estatal, siendo la Ley de 1870 un compromiso que hizo (demasiado) poco en comparación con sus vecinos. “Este hecho -que Inglaterra se perjudicara a sí misma más o menos deliberadamente en la batalla de las naciones, retrasando la provisión de armas intelectuales para sus ciudadanos- no debe olvidarse nunca al comparar la escuela inglesa de hoy con la de sus rivales” (Hughes, [1902] 1906, p. 28). Hughes hablaba de una “política suicida en materia de organización de una educación secundaria moderna para sus ciudadanos” (ídem). Le preocupaba establecer, al servicio de una democracia moderna, un sistema educativo que no estuviese socialmente segregado, donde la enseñanza secundaria se articulase perfectamente con el nivel primario (Hughes, 1903). Aprender de los demás por comparación no significaba simplemente adoptar todo lo que resultaba admirable:

La disciplina de la escuela alemana es admirable, así como el sistema general de formación para los niños alemanes; sin embargo, no cabe duda de que un sistema semejante sería el peor para los niños ingleses o estadounidenses. Acabaría con las características que hacen del anglosajón lo que es hoy en día, un vagabundo sobre la faz de la tierra, práctico, ingenioso y autosuficiente (Hughes, [1902] 1906, p. 11).

El sistema educativo que había que construir para un Estado nación fuerte debía adaptarse a lo que se denominaba el “carácter nacional”. En consecuencia, para “germanizar la escuela inglesa, sería necesario teutonizar la sajona” (Hughes, [1902] 1906, p. 63), algo imposible. Al mismo tiempo que se configuraba una educación comparada académica, Michael Sadler, mucho más conocido que Hughes, expuso esencialmente los mismos argumentos con respecto al “carácter nacional” en su obra How Far Can We Learn Anything of Practical Value From the Study of Foreign Systems of Education [¿En qué medida podemos aprender algo de valor práctico del estudio de los sistemas educativos extranjeros?] (Sadler, 1900). Para ello utilizó una metáfora con la que naturalizó el constructo cultural de la nación:

No podemos recorrer placenteramente los sistemas educativos del mundo, como un niño que pasea por un jardín, y tomar una flor de un arbusto y algunas hojas de otro, y luego creer que si plantamos en nuestros suelos lo que hemos recogido, tendremos una planta viva (Sadler, 1900, p. 11)

De hecho, eso contradice el carácter orgánico de un sistema educativo:

Un sistema nacional de Educación es algo vivo, el resultado de luchas y dificultades olvidadas, y “de batallas de hace mucho tiempo”. Tiene en sí algo del funcionamiento secreto de la vida nacional. Refleja, a la vez que trata de remediar, los defectos del carácter nacional (Sadler, 1900, p. 11)

Una de las razones por las que Hughes no desempeñó ningún papel en el debate sobre la educación comparada en Inglaterra puede ser que él era un inspector escolar galés, y Gales no era, a ojos de los londinenses, precisamente el pináculo de la civilización. En consecuencia, poco podía hacer -en el ámbito nacional- para estabilizar la grandeza global del emergente Estado nación británico en un tambaleante imperio. Otra razón por la que Sadler se ha convertido en la “estrella” del desarrollo de la educación comparada en torno a 1900 es que “desarrolló la investigación comparada dentro de un programa de estudios relacionados con la política aunque independientes, bajo la égida oficial” (Phillips. 2020, p. 3), sirviendo al Ministerio de Educación como Director de la Oficina de Investigaciones e Informes Especiales (Phillips 2020, p. 25-26). Bajo su responsabilidad, esta oficina publicó la serie de once volúmenes Special Reports on Educational Subjects [Informes especiales sobre temas educativos] (1898-1902). Aunque ocasionalmente había informes más breves sobre situaciones educativas concretas, estaban dominados por la situación en Gran Bretaña e Irlanda y luego en las colonias británicas (ambos de 1901), del mismo modo, atendían a las situaciones en los países protestantes de Escandinavia, Países Bajos, Suiza, Finlandia y Hungría. Se dedicaron volúmenes enteros a Francia, Alemania y Estados Unidos, todos publicados en 1902. Francia interesaba por la organización de las escuelas rurales, Alemania por la enseñanza secundaria y profesional, mientras que en Estados Unidos llamaba la atención el profundo arraigo nacional del sistema educativo.

Si Michael Sadler sentó realmente “la piedra angular de la orientación teórica de la educación comparada del siglo XX” (Kazamias y Massalias, 1965, p. 3), si “sigue inspirando” y “aún hoy nos proporciona un grado de sabiduría que a menudo constituye el punto de partida de un nuevo debate” (Phillips, 2020, p. 32), entonces Sadler escribió el guión de la epistemología de la educación comparada. Se trata de una motivación de orientación nacionalista e imperialista, con un considerable interés por los Estados nacionales imperiales fuertes, cuya fuerza se atribuía a sus sistemas educativos, y éstos eran, por regla general, Inglaterra, Francia, Estados Unidos y la Alemania imperial.

Así pues, se argumenta que fue durante estos años cuando se desarrolló el ADN de la investigación educativa comparada y que no sólo se solidificó, sino que se ocultó a lo largo del siglo XX. Aunque otros países han podido “disfrutar” reiteradamente de su inclusión en las comparaciones, en su mayoría protestantes, los Cuatro Grandes han estado (casi) siempre entre ellos y han marcado la pauta no solo por el origen de los autores, que normalmente proceden de alguno de estos cuatro Estados.

De este modo se configuró la epistemología de la educación comparada que, según Elaine Unterhalter y Laila Kadiwal, no ha perdido hasta ahora su postura imperial-colonial (Unterhalter y Kadiwal, 2022). Sobrevivió al siglo XX con dos modificaciones. Éstas se refieren, en primer lugar, a la reducción de los Estados nación “líderes” de cuatro a dos (o incluso a uno) y, en segundo lugar, a la transición del modelo de aprender de los demás al modelo de enseñar a los demás, que constituiría la base de lo que se denominó “globalización” tras el final de la Guerra Fría.

Desarrollo o encarrilar a los demás. La educación comparada durante la Guerra Fría

Durante la Guerra Fría se produjeron modificaciones en términos de quién determinaba lo que era o debía ser la educación comparada y en relación a su razón de ser que acompañaron su creciente institucionalización en las universidades. Los primeros comparatistas académicos en torno a 1900 habían sido estudiosos británicos preocupados por el imperio y la nación inglesa, deseosos de aprender de los demás. Sin embargo, Londres adquirió una competencia cada vez mayor del otro lado del Atlántico, especialmente desde el Teachers College de Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX.

El caso de Isaac Leon Kandel puede considerarse sintomático en relación con estos postulados. Formado en Inglaterra, había ingresado al Teachers College donde, tras graduarse en 1910, desarrolló una brillante carrera en el Instituto Internacional del Teachers Collage. No sólo escribió el libro Studies in Comparative Education [Estudios sobre educación comparada] (1933), sino que fue durante años editor de dos revistas y del Educational Yearbook of the International Institute of Teachers College [Anuario Educativo del Instituto Internacional del Teachers Collage], contribuyendo así a la configuración discursiva de la educación comparada universitaria en Estados Unidos.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el apetito imperial de Estados Unidos se despertó y comenzó a colonizar el mundo de diversas maneras, con características que diferían notablemente de las colonias tradicionales de los Estados nación europeos, cuyo dominio colonial terminó en gran medida en la década de 1960 (Ambrose y Brinkley, 2011). El éxito de esta colonización estadounidense se basó en la estrategia de una relativa invisibilidad siguiendo el credo de “cómo ocultar un imperio” (Immerwahr, 2019). En este contexto, la educación comparada se situó sobre una base epistemológica algo alterada y se institucionalizó y consolidó a una escala más amplia.

Una expresión de este desarrollo es la fundación en 1956 de la primera Sociedad de Educación Comparada [Comparative Education Society, CES] en Nueva York, que desde 1957 -el año del Sputnik- publica la revista Comparative Education Review. La tensión latente y la competencia con los británicos se plasmaron en la fundación de la Sociedad de Educación Comparada en Europa [Comparative Education Society in Europe, CESE] en 1961 en Londres. La respuesta británica en 1964 a la citada revista estadounidense fue Comparative Education, seguida unos años más tarde por la revista Compare: A Journal of Comparative and International Education de la Sección Británica de la Sociedad de Educación Comparada en Europa. Posteriormente, en 1979, esta sección se transformó en la Sociedad Británica de Educación Comparada [British Comparative Education Society, BCES], añadiendo “Internacional” a su nombre en 1983.

La adición británica del término “internacional” al de “comparada” en 1983 no fue inocua, pero tampoco original; en Estados Unidos ya habían hecho lo mismo en 1968, cuando la Sociedad de Educación Comparada pasó a llamarse Sociedad de Educación Comparada e Internacional [Comparative and International Education Society, CIES] (Wilson, 1994; Berends y Trakas, 2016; Epstein, 2016). En el contexto de la Guerra Fría educacionalizada, tras el Sputnik y la Ley de Educación Internacional de 1966 -según la cual se codificó la “visión estadounidense de nuestras relaciones exteriores y el papel que la educación ha de desempeñar en ellas” (Read, 1966, p. 407)-, este cambio de denominación expresaba el apetito global de Estados Unidos y su reivindicación de la educación. Esta reivindicación anglosajona, pero sobre todo estadounidense, ya había quedado clara tres años antes, cuando el Yearbook of Education [Anuario de Educación], publicado desde 1932, pasó a llamarse World Yearbook of Education [Anuario Mundial de Educación] (Cowen, 2022).

Lo que debía considerarse “comparado” e “internacional”, una combinación de investigación teóricamente inspirada y políticas activistas de reforma para los “otros”, se definió en dos países anglosajones, los ganadores de la guerra de Occidente y líderes de un bloque de la Guerra Fría. Ambos representaban una ideología política caracterizada por un Estado débil, una economía fuerte y unas rudimentarias políticas sociales, y nunca dudaron en utilizar el ejército para proteger la economía y el orgullo nacional, que se medían mayoritariamente a partir del producto interior bruto.

La epistemología normativa de la educación comparada, que estaba estrechamente vinculada al tamaño económico, político y militar de cuatro Estados nacionales sufrió durante este periodo una reducción a los dos Estados anglosajones, imperialmente diferentes. El perdedor de la guerra, Alemania, y la antigua Francia, parcialmente ocupada, quedaron marginados. El frío cálculo de la grandeza nacional medida por el poder militar y la potencia económica mensurable tuvo consecuencias para la orientación metodológica de la educación comparada. Harold J. Noah y Max A. Eckstein analizaron la evolución de la educación comparada hasta convertirse en una ciencia, metodológicamente alineada con las ciencias sociales empíricas. Identificaron cinco etapas en su desarrollo metodológico, empezando por la “más primitiva”, con sus “cuentos traídos a casa por quienes viajaban al extranjero” (Noah y Eckstein, 1969, p. 4), hasta una orientación hacia las ciencias sociales, que se hizo claramente empírica después de la Segunda Guerra Mundial. El punto de partida no discutido seguía siendo la comparación entre Estados nacionales, cuya investigación se basaba tanto en “el enorme aumento de datos como en la mejora de las técnicas de investigación en ciencias sociales” (Noah y Eckstein, 1969, p. 7). “No cabe duda de que las contribuciones potenciales de los datos y los métodos cuantitativos a este campo son tales que habrá que tenerlas en cuenta”, concluyeron (ídem).

Estos desarrollos, primero la reducción de los Estados modelos que marcaban la pauta de la comparación -el Reino Unido y sobre todo Estados Unidos- después la orientación metodológica hacia los datos a gran escala, así como el apetito por la comparación, fueron acompañados de un orden histórico mundial que se subsumía bajo el concepto de “desarrollo”. En parte, estas dinámicas se expresaron en 1961 cuando la Organización Europea para la Cooperación Económica (OECE), que se había limitado a la reconstrucción económica de Europa, se transformó en la intercontinental Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que incluyó primero a Canadá y Estados Unidos y poco después a Japón, Australia y Nueva Zelanda, es decir, con la excepción de Japón, a otros países anglosajones.

Esta inclusión de países no europeos llevó a abandonar la tradicional división de la tierra en continentes y culturas por un único denominador, el desarrollo, y a dividir las etapas de “desarrollo” en cuatro categorías. En primer lugar, los países desarrollados, es decir, principalmente Estados Unidos y, en menor medida, los de Europa Occidental; a continuación, los países en vías de desarrollo, es decir, los de Europa Meridional y Sudoriental y, en menor medida, los de Sudamérica y algunos de Asia; en tercer lugar, los países subdesarrollados, como la mayoría de los africanos que estaban en proceso de liberarse del dominio colonial; por último, los países erróneamente desarrollados, como los del Bloque del Este. Evidentemente, “desarrollo” no era un término inocente, sino la palabra clave de una determinada ideología que se clasificaba a sí misma como libre de ideología (Tröhler, 2014), un argumento que había sido efectivamente proseguido por Daniel Bell en su libro de 1960 The End of Ideology [El fin de la ideología] (Bell, 1960).

Esta canonización político-mundial e histórico-mundial del “desarrollo” fue de la mano del apetito imperial que ha caracterizado a todos los Estados nacionales y allanó el camino para tomar el control, a través de instituciones internacionales y globales dominadas por Occidente, de las áreas del mundo que se habían liberado de sus amos coloniales tradicionales en los años sesenta. Sirvieron (sirven) para este propósito el Instituto para el Aprendizaje a lo Largo de Toda la Vida de la UNESCO (fundado en 1952, cuenta con su propia revista, International Review of Education, bajo el lema “internacional” desde 1955) (Elfert, 2018), el Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación de la UNESCO (fundado en 1963) y el movimiento Educación para Todos. Estas iniciativas crearon un espacio de “intercambio” que fue en gran medida un lugar de instrucción y coerción, donde se definían las políticas que debían aplicar los países menos desarrollados para ascender en la escala definida por Occidente (Chabbot, 2003). Muchos sociólogos de la educación estadounidenses se tomaron tan en serio esta aplicación gradual del plan de desarrollo que hablaron de la emergencia de una “sociedad mundial” y un “currículum mundial”, fenómenos interpretados como expresiones de la “globalización” y no como resultado de los apetitos imperiales de Estados nacionales extremadamente poderosos (Tröhler, 2022b).

La “globalización” como manto del imperialismo nacional después de 1989

La percepción de los acontecimientos en torno y posteriores a 1989 como expresión de la “globalización” era en sí misma producto de mentalidades cultivadas en Estados nacionales fuertes que habían tenido ambiciones imperiales desde la Guerra Fría. La “globalización” era una construcción autoritaria del mundo que culminaba una evolución forjada desde finales de la década de 1950, cuando la ideología del “desarrollo”, modelada y escalada por los propios Estados nacionales extremadamente fuertes, empezó a dictar ayudas para el desarrollo y asistencia educativa a otros Estados.

En comparación con la situación en torno a 1916 y 1917, cuando Nakajima y Yu realizaron sus estudios comparados, había cambiado la restricción del modelo a uno o dos países anglosajones, el método de cuantificación y, sobre todo, el hecho de que los que antes eran admirados se convirtieron en instructores, así como los investigadores y admiradores se tornaron enseñantes (Tröhler, 2022a). La característica originalmente plural y culturalmente sensible de la educación comparada (Epstein, 2006) desapareció tras una retícula de pensamiento desarrollista uniforme, una epistemología que domina sobre todo el período posterior al final de la Guerra Fría bajo el lema “globalización”. Ya no se trataba de que unos quisieran aprender de los otros y traducirlo a su propia lógica nacional, sino de que ahora los otros enseñaban a unos a ser, mediante el paradigma del desarrollo, más como uno mismo (o al menos como uno se sentía ser): a la vanguardia del desarrollo y, por tanto, como motor de lo que vino a llamarse “globalización”.

La hoja de ruta de esta globalización puede verse en las piedras angulares de la educación comparada desde el comienzo de la Guerra Fría, por ejemplo, en la obra Comparative Education de Nicholas Hans, en la que Alemania fue sustituida sin ceremonias por la Unión Soviética, ennoblecida como “país democrático”: desde entonces, Estados Unidos, Inglaterra, Francia y la Unión Soviética se incluían en la comparación (Hans, [1949] 1950). John Francis Cramer y George Stephenson Browne reintrodujeron Alemania Occidental durante el Wirtschaftswunder [milagro económico] en su Comparative Study of National Systems [Estudio comparado de los sistemas nacionales] (1956) y añadieron las antiguas colonias británicas de Canadá y Australia. Tan pronto como se hizo visible el final de la Unión Soviética, ésta desapareció de nuevo de la escena comparada, como queda demostrado en The Rise of the Modern Educational Systems [El desarrollo del sistema educativo moderno] (1987), de Detlef Müller, Fritz Ringer y Brian Simon, y poco después del final de la Guerra Fría se restableció el “viejo orden” en Education and State Formation [Educación y formación del Estado] (1990), de Andy Green, centrándose de nuevo en Inglaterra, Francia, Alemania y Estados Unidos.

El foco en estos cuatro Estados nacionales se ha mantenido en gran medida intacto, especialmente en los estudios históricos, con una mayor atención a los anglosajones citados anteriormente, una cierta devaluación de los europeos continentales y una lenta consideración a “otras partes del mundo”. Esta orientación se refleja de manera impresionante en la prestigiosa serie Oxford Studies in Comparative Education, que publica volúmenes dedicados a biografías de comparatistas de tres partes del mundo: North American Scholars of Comparative Education, centrado en Estados Unidos y Canadá (Epstein, 2019); British Scholars of Comparative Education (Phillips, 2020) y Continental European Scholars of Comparative Education (Schriewer, en prensa). Este “conjunto inicial de tres” (Kim, 2020, p. 1) se está ampliando para incluir volúmenes sobre América Latina, Asia Meridional y la cuenca del Pacífico. Está previsto publicar más volúmenes sobre África y Oriente Medio.2

Esta orientación epistemológica sesgada hacia los Estados nacionales de Occidente también influye en las revistas especializadas. Para la Comparative Education Review, Charl C. Wolhuter descubrió que, en el medio siglo transcurrido entre su primera publicación en 1957 y el año 2006, casi el 80% de los 1157 artículos seleccionaban al Estado nación como unidad de análisis y que la gran mayoría se centraba en un único Estado. Mientras que la Unión Soviética fue el país más frecuentemente cubierto en los años posteriores al Sputnik, entre 1957 y 1972, el interés disminuyó drásticamente en los años siguientes. El Reino Unido, que había sido el segundo país en interés detrás de la Unión Soviética en los primeros quince años, empezó a decaer lentamente en favor de Estados Unidos durante el último pico de la Guerra Fría, y China empezó a atraer cada vez más la atención en la década de 1990, en paralelo a su constante ascenso económico y militar como actor global (Wolhuter, 2008, p. 325-328).

El 61% de todos los autores que publicaron en la Comparative Education Review en esos cincuenta años procedían de Estados Unidos. Los autores de otros países -mucho menos que esta proporción- eran en su mayoría del Reino Unido, Canadá y Australia. Los autores alemanes o franceses sólo desempeñaron un papel muy secundario (Wolhuter, 2008, p. 332). Impresiona la procedencia anglosajona de los autores, que a menudo han escrito sobre su propio país. Esto no ha sido muy diferente en la revista International Review of Education, publicada por el Instituto de la UNESCO para el Aprendizaje a lo Largo de Toda la Vida (Schwippert, 2002, p. 121). Faltan investigaciones sobre autores en Comparative Education, pero el foco en el Estado Nación como unidad de estudio también es evidente en esta revista, con un énfasis en los países europeos y los que habían pertenecido al Imperio Británico (Foster, Addy y Samoff, 2012, p. 731). Así pues, la percepción de la globalización no es tanto una realidad factual como el resultado de formas imperiales de pensar que caracterizan a quienes se sienten poderosos en el mundo y ya no quieren estar confinados en su propio Estado nación (Tröhler, 2022b).

Conclusión

Parte del argumento del artículo ha sido que esas piedras angulares epistemológicas de la educación comparada, tal y como se han desarrollado y consolidado institucionalmente a lo largo de todo el siglo XX, han dado lugar a lo que se ha negociado y se negocia bajo la palabra clave “globalización”. De manera interesante, aunque engañosa, la “globalización” se discute a menudo como un fenómeno que tiene efectos o impactos en los Estados nacionales. Sorprendentemente, se presta poca atención al hecho de que las teorías de la globalización, que se han hecho populares desde el principio del fin de la Guerra Fría, han sido escritas principalmente por sociólogos del mundo anglosajón que en gran medida no son conscientes de su propia dependencia de la trayectoria nacional (Tröhler, 2022b). Pero la negación académica del principio del Estado nación, en particular del más fuerte posible, no anula su eficacia; al contrario, cuanto menos se traiga a debate, cuanto menos lenguaje se le dé, más puede desarrollar su eficacia. “Globalización”, “sociedad mundial” o “currículum mundial” no son conceptos analíticos nítidos. Por el contrario, ocultan con bastante éxito el hecho de que las modernas pretensiones imperiales de poder tienen su origen en Estados nacionales (muy fuertes), que siempre se ven a sí mismos como únicos pero al mismo tiempo como un modelo para los otros, como un objetivo de desarrollo para estos otros a través de la reforma educativa, cuyo éxito promete medirse fácilmente en estadísticas comparadas.

Los supuestos epistemológicos básicos de este tipo de educación comparada –que se expresan sintomáticamente en Carnoy (2006) o Heyneman (1993), por ejemplo- tienden a incluir un cuestionable énfasis en el Estado nación educacionalizado, que puede afirmarse económica, política y militarmente frente a otros o incluso dominarlos. Dichos supuestos también incluyen la idea de progreso, que vincula esta estructura de poder con la educación y, por tanto, transmite tácitamente la idea de superioridad global de la cosmovisión occidental, o más exactamente protestante, que naturalmente se supone buena y estadísticamente verificable para todos los demás. En otros contextos, esto se llamaría “misión”.

Cien años antes de que el japonés Nakajima (1916) publicara su estudio sobre las cuatro principales entidades políticas de Europa y Estados Unidos, en este último país se miraba con inquietud a la Europa continental tras el Congreso de Viena. Uno de los padres fundadores de Estados Unidos, John Adams, escribió a otro padre fundador, Thomas Jefferson, una nota memorable sobre el poder y su tendencia a considerarse a sí mismo como la norma y a querer dominar a los demás: “El poder siempre cree, sincera y concienzudamente, de très bonne foi, que tiene razón. El poder siempre piensa que tiene un alma grande y vastas visiones, más allá de la comprensión de los débiles” (Adams, 1816). A la educación comparada (y no sólo a ella) le vendría bien aplicarse esta idea, precisamente allí donde está globalmente orquestada.

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Notas

1 Deseo expresar mi gratitud a mis colegas Yuzhen Xu (Capital Normal University, College of Education, Pekín, China), Toshiko Ito (Mie University, Tsu, Japón), Weili Zhao (Hangzhou Normal University, China) y Barbara Schulte (Universidad de Viena, Austria) por sus muy útiles traducciones e información conceptual y contextual.
2 Comunicación personal con el editor de la serie.

Recepción: 10 Abril 2023

Aprobación: 22 Mayo 2023

Publicación: 01 Junio 2023

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