Archivos de Ciencias de la Educación, vol. 13, nº 16, e072, diciembre 2019-mayo 2020. ISSN 2346-8866
Universidad Nacional de La Plata
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Departamento de Ciencias de la Educación

Artículos

A propósito de la pereza y la scholè. Meditaciones éticas, políticas, educativas

Facundo Giuliano

CONICET, Argentina

Carlos Skliar

CONICET, Argentina

Cita recomendada: Giuliano, F. y Skliar, C. (2019). A propósito de la pereza y la scholè. Meditaciones éticas, políticas, educativas. Archivos de Ciencias de la Educación, 13(16), e072. https://doi.org/10.24215/23468866e072

Resumen: El presente ensayo contiene cinco movimientos que buscan poner sobre la mesa del debate contemporáneo elementos reflexivos (éticos, políticos, educativos) que abren un manifiesto filosófico, necesariamente inconcluso, a propósito de la pereza y la scholè (entendida como tiempo libre). A partir de allí se indagan cuestiones inherentes a los padecimientos de época que el capitalismo en su forma actual trae consigo. Cada movimiento se encuentra interrelacionado en la trama común que se manifiesta contra las retóricas de la productividad/utilidad y aloja en su interior un gesto-mínimo que aporta a delinear levemente una filosofía de la pereza liberadora del tiempo escolar. En efecto, cada inquietud epistémica planteada abre un horizonte para profundizar discusiones fundamentales en el campo específico de la filosofía de la educación.

Palabras clave: Pereza, Scholè, Rebelión, Filosofía de la educación.

About laziness and scholè. Ethical, political, educational meditations.

Abstract: This essay contains five movements that seek to put on the table of contemporary debate reflective elements (ethical, political, educational) that open a philosophical manifesto, necessarily inconclusive, about laziness and scholè (understood as free time). From each of these movements are (hermeneutically) investigated issues inherent in the sufferings of time that capitalism in its current form brings. In turn, each movement is interrelated in the common plot that manifests itself against the rhetoric of productivity/utility and houses within it a minimal action that contributes to delineate slightly a philosophy of laziness liberating school time. Indeed, each epistemic concern that composes and manifests itself in this text opens a horizon to deepen fundamental discussions in the specific field of the philosophy of education.

Keywords: Laziness, Scholè, Rebellion, Philosophy of education.

Atreverse a la pereza. (Para comenzar, quizá…)

Algunos problemas aquejan la humanidad desde hace siglos, dotándolos de vigencia en el tiempo presente. Uno de ellos es el capitalismo, esa especie de monstruo histórico de apariencia invencible que se auto-recicla y todo lo capta para sí mismo, esa máquina inmensa que reproduce desigualdad en cada lugar que se instala (aún en el interior de las gentes) y ofusca sociedades enteras al mismo tiempo que intenta arrasar con toda alteridad en su camino.

Como se sabe, ha sido estudiado de variadas formas, que aquí tal vez no sea necesario enumerar o repasar, aunque sí podríamos decir que este sistema, embrutecedor por excelencia, es consustancial a un ordenamiento social y político que incita a los sujetos a convertirse en meros empresarios de sí mismos, en el nombre de una promesa libertaria e igualitaria que no hace más que producir nuevas formas de dominación y desigualdad o reproducir (reciclando) otras ya conocidas.

Entonces, nos preguntamos ¿cómo impactan las nuevas formas más o menos tecnologizadas, más o menos recicladas, de producción de dominación y desigualdad en las nuevas generaciones? ¿Qué tipo de mundo se le presenta a una niñez que se escolariza de manera cada vez más temprana con consignas claras de trabajo y evaluación, y qué responsabilidad ético-política tienen los y las enseñantes sobre esta mirada nublada que ve en un niño una futura mano de obra calificada o descalificada?1 (Porque claro, ya sabemos el cuento de la igualdad de oportunidades que no ha hecho más que tornar real aquel viejo chiste del profesor darwiniano que en nombre de la justicia y la igualdad somete a su clase compuesta por diferentes animales a la prueba de subir al mismo árbol)2.

Quizá hoy más que nunca tendremos que atrevernos, arriesgarnos a pensar lo imposible, a mirar las contracaras que implican no sólo prestar atención a los huracanes primaverales de un lado, sino también a lo que traen los vientos otoñales del otro. Aunque en ambos lados padezcamos el mismo monstruo con sus caras y contracaras coloniales, en medio se hace necesario encontrar alguna posibilidad insospechada que nos permita sentir y pensar de otros modos. Esto es, si la compulsión al trabajo es el síntoma más claro del capitalismo en su forma actual o neoliberal y su contracara son las enormes tasas de desempleo, empleo informal o explotación, podríamos preguntarnos cómo habitamos el entre y cómo presentamos el mundo a las nuevas generaciones de modo que no implique una nueva retórica moralizante y cuya gravidez no esté dada por la forma-empresa, por la forma-trabajo y, en efecto, por el tiempo productivo.

Posiblemente hoy más que nunca, se trate de no ceder al cansancio cínico o a la resignación ilustrada que no da lugar a ningún tipo de re-existencia (si coincidimos en que esta enorme maquinaria intenta negar toda posibilidad de existencia que difiera de las aceptadas por las normas del mercado o aún no hayan sido incorporadas a su redada). Por ello puede buscarse un rato de domingo (el día que mejor representa el aburrimiento, según pensadores como Schopenhauer) para escribir algún tipo de provocación, alguna invitación a que pensemos juntos, perezosamente quizá, sobre lo que realmente implica liberar cierto tiempo de los imperativos de la producción. (Pensemos en el tiempo escolar que, por ejemplo, siguiendo la pista etimológica de scholè, significaría “tiempo libre” pero que, al menos desde el surgimiento de la modernidad, se encuentra colonizado cada vez más por el tiempo productivo). Decimos perezosamente porque esta invitación elude las imposiciones productivas, quizá bordee algunas lecturas más o menos compartidas, incluso podría tocar parte de lo investigado actualmente, pero, en esta cita al menos, se realiza por fuera de los imperativos de la producción. Así puede acontecer una escritura nacida del tiempo libro (como puede leerse en atinadas erratas), emergida de una geopolítica de la amistad que se llena de viajes, travesías de lecturas y bibliotecas que se nutren de la pesca en libre-ríos.

Es cierto que la pereza tiene mala prensa, suele asociársela a cierta falta de ganas o de disposición para hacer… En su etimología, como enseña Barthes (2015), del latín suena el adjetivo piger (de pigritia) que quiere decir “lento” -en un sentido negativo que consiste en hacer las cosas pero mal, contra la voluntad; en satisfacer la institución dándole una respuesta pero que se demora. Sin embargo, en griego se dice argos, que simplemente significa “que no trabaja”. No es menor aquí la referencia a Roland Barthes, quien estaba particularmente interesado en una filosofía de la pereza y que incluso incitaba al hecho de promoverla como forma de estar. La consideraba un dato fundamental y natural de la situación escolar porque concebía a la escuela como una institución de coacción y veía en la pereza el medio para burlarse de ella. Barthes decía que las clases implicaban una fuerza de represión fatal, porque allí se enseñan cosas desligadas del deseo y, frente a ello, “la pereza puede ser una respuesta a esta represión, una táctica subjetiva para asumir su aburrimiento” (Barthes, 2015, p. 286).

En esa entrevista de 1979 que llevó por título “Atrevámonos a ser perezosos”, Barthes (2015) cuenta que ante las tareas que le aburren considerablemente resiste y se dice que no logra hacerlas, exactamente como un escolar. Cuenta también que se deja llevar por esa forma de pereza sufrida que es la diversión, la repetición de diversiones que uno se crea, por ejemplo al hacerse un café. Se pregunta si entre nosotros, los occidentales, existe algo como no hacer nada. Nota que siempre se habla del derecho al tiempo libre pero jamás de un derecho a la pereza. Le encantaría saber lo que implica la pereza en la vida actual y convida una respuesta o aproximación a este tema. Leámoslo:

Es probable que ahora la pereza consista, no en hacer nada, puesto que somos incapaces de ello, sino en cortar el tiempo lo más seguido que sea posible, diversificarlo (…) Esa sería la verdadera pereza. Llegar en ciertos momentos a no tener que decir “yo” (…) La verdadera pereza sería en el fondo una pereza de “no decidir”, del “estar allí”. Como el peor de la clase, que al estar atrás no tiene otro atributo que el de estar allí. No participa, no está excluido, está allí y punto, como un bulto. De eso tenemos ganas a veces: de estar allí, no decidir nada. (…) Y si avanzáramos más lejos aún, la pereza podría aparecer como una alta solución filosófica para el mal. No contestar. Pero, una vez más, la sociedad actual soporta muy mal las actitudes neutras. La pereza le parece intolerable, como si en el fondo se tratara del mal principal. (…) Puede ser una facilidad pero también una conquista (Barthes, 2015, pp. 289-290).

Luego de escuchar las pistas que Barthes puntúa, recordamos su idea de la escritura como un tiempo de paseo por sensaciones, memorias e incidentes cuyo goce está implicado inmediatamente en los riesgos que asumimos al escribir: deseos y amenazas de pereza, tentación de abandono, fatiga o rebelión. Entonces conviene salir a dar una vuelta, entrar de vuelta a la escritura y comenzar a pensar en el anudamiento de la pereza con la rebelión. Como si el deseo amenazante estuviera en manos de una vagancia rebelada. Cualquiera se vería tentado a citar a unas cuantas madres cuando acuñaban la célebre frase “vago impenitente” para regañar a su prole. Pues hay algo interesante en ella, en lo impenitente como firmeza de comportamiento, de actitud, ideas o intenciones relacionadas con la vagancia. Acaso, ¿podemos pensar sin vagar en cualquiera de sus formas, sin ese andar errante y sin rumbo fijo? Y, más aun, ¿podemos pensar radicalmente sin ese andar libre, suelto o fuera del orden esperado? Probablemente no.

Volvemos a Barthes (2015), quien quizá tiene razón cuando piensa que puede haber tantas perezas como oficios o clases sociales. En lo que seguramente no se equivoca es en que, cuando viene de afuera, impuesta desde el exterior, se convierte en ese suplicio que lleva el nombre de aburrimiento. A fin de cuentas es probable que, en el fondo, de lo que estemos hablando sea de la propia libertad. Si ya no hubiera gestos de pereza, ¿qué nos quedaría? No sabemos, aunque del recreo a la siesta se esboce todo un camino de la potencia al acto anticapitalista.

El capitalismo se torna cada vez más sutil en sus formas de captura, atravesando la educación con una impronta cada vez más técnica,3 en nombre de nuevas tecnologías o promesas de inclusión que tienen a las grandes corporaciones como telón de fondo o fondo de pantalla. Y así es que, progresivamente, el (fondo del) aula se torna cada vez más un lugar de disputa entre las corporaciones con sus pantallas y las rebeliones con sus conversaciones. Por eso, conversar podría ser otro elemento de cierta scholè o tiempo libre, quizá también de la pereza hacia lo útil, invitando a una detención. Una vagancia que suspenda este texto por un instante, como ensayo de un comienzo hacia una manifestación o, tal vez, hacia un manifiesto…

Contra el tiempo útil: subvertir (e intensificar) el instante

Lo contrario del vagar sin rumbo, del andar libre, de conversar, se resume en la imagen del hámster que gira incesantemente en su rueda, enjaulado, sin ir hacia ningún sitio, sin desplazarse hacia ninguna parte, movido por el reflejo absoluto de la aceleración continua, incapaz de detenerse, de mirar hacia los lados, de preguntarse nada: “Vivimos en una época de inmovilidad frenética”, dice Luciano Concheiro (2016, p. 12).

Lejos han quedado de nosotros otras ideas de temporalidad que las ciencias han puesto y repuesto para pensar cada época, ahora insustanciales para advertir las rarísimas turbulencias del presente. Ni la continuidad o la discontinuidad, ni la unicidad o la disyunción, ni el del espasmo o la meseta. Ninguna imagen parece acercarse siquiera a componer el cuadro de la velocidad y la urgencia. Las palabras que describen la celeridad se han vuelto evanescentes. Ningún concepto parece alcanzar y apresar el movimiento continuamente disparatado.

Y es que, quizá a diferencia de otras épocas, ésta conlleva el significado de una transición especulativa cuya conclusión no parece estar al alcance de nuestro entendimiento inmediato. Una suerte de infinitos paréntesis, uno dentro del otro, acude ingenuamente a nuestra intención de pensar ese tiempo, cuyos objetos y espacios que parecen culminar, se presentan otra vez bajo la lógica de la novedad travestida de actualidad y de la actualidad revistada de información.

La aceleración o la velocidad por sí mismas son el motivo que inspira a un raro entramado de profesionales a crear una fuente inagotable de ideas sobre el sujeto actual, sobre el tiempo que vivimos y sobre cómo adaptarnos a todo ello bajo una atmósfera de curiosa y contradictoria felicidad. Y es esa aceleración del tiempo, la aceleración humana del hámster, la que se vuelve metáfora cruda, casi despojada de atributos; una metáfora literal, si se nos permite la expresión contradictoria. La prisa, la urgencia, la ocupación del tiempo, son apenas detalles de un apresuramiento que se nos presenta como el remedio a la mala pereza y a la maldita pérdida del tiempo, pues lo que vale, lo que tiene valor es la aceleración por sí misma (Concheiro, 2016).

Un tiempo voraz que indica, desde la niñez misma, el imperativo de una rapidez hacia un estado de supuesta realización auto-personal, condenada al esfuerzo y al sacrificio, aunque matizada siempre con una extraña sonrisa congelada, igualmente obligatoria. El escenario de la celeridad puede describirse del siguiente modo: una flecha sin sentido cuya dirección apunta hacia un estado de lucidez o luminosidad permanente, atento, focalizado, puntual, que no pierde tiempo en acciones o gestos desprovistos de provecho o utilidad y a través del cual ya no cuenta tanto el consumo o la productividad, sino más bien el carácter comunicativo de los objetos preciados. Ya no alcanza con comprar la novedad, hay que consumir una novedad que comunica permanentemente. La estrategia es sutil, pero al mismo tiempo evidente: consumir provoca un cierto grado de satisfacción y por lo tanto acaba en un punto como deseo, pero la comunicación permanece y sigue, no finaliza con la compra del objeto-nuevo, nunca acaba.

La vida privada se acelera hacia el éxito prometido en su misma auto-gestión empresarial y fenece frente a las exhortaciones ambiguas de sus mandamases. El individuo aferrado a la aceleración del mundo siente que todo es posible (todo es comunicable), que puede hacerlo todo si se lo propusiera (y si no se lo propone retrocede al mecanismo de la des-realización, pero por su propia culpa), que no hay límites, que el mundo está aquí y ahora en el presente fantasmagórico de una pantalla pero, al mismo tiempo, es receptor de mandatos contradictorios, impracticables, imposibles incluso bajo la forma de una práctica sofística. Como lo escribe Marzano (2011):

El discurso de la mayoría de gurús de la gestión empresarial es manipulador, porque es a la vez seductor y falso. Es falso en varios sentidos. En primer lugar, se construye sistemáticamente sobre exhortaciones inconciliables (fenómeno del double bind), lo que significa que pide a los individuos una cosa y su contrario: rendimiento y desarrollo personal, compromiso y flexibilidad, empleabilidad y confianza, autonomía y conformidad (…) De la incoherencia de estas exhortaciones contradictorias nace el malestar contemporáneo (p. 30).

La expresión 24/7 (veinticuatro horas por día, los siete días de la semana; todo el tiempo despiertos, activos, consumidores, comunicantes, al interior o exterior de espacios, individuos o máquinas, o de espacios, individuos y máquinas), acuñada por Jonathan Crary (2015), puede servirnos para pensar lo que quisiéramos describir aquí. Se trata de una temporalidad absoluta, sin piedad con los débiles o los frágiles, en la cual todo reposo o descanso se vuelve superfluo o, para mejor decir, inconveniente. No hace falta dormir y ni siquiera es apropiado soñar. La línea habitual que distinguía con nitidez el tiempo alternado entre el trabajo y el no-trabajo se diluye hasta desaparecer. El trabajo lo es todo, siempre: “En relación con el trabajo, propone como posible e, incluso, normal, la idea de trabajar sin pausa, sin límites. Está en la línea con lo que es inanimado, inerte o lo que no envejece” (Crary, 2015, p. 21).

Lo normal sería, entonces, erradicar las pausas, apartar lo frágil, estar atentos todo el tiempo (y, para ello, servirse de la inmensa variación de medicamentos disponibles), trabajar como única forma de auto-realización, aunque ello no sea posible ni deseable para el individuo singular. El sueño ya no sería ni compensatorio de las actividades del día, no cumpliría con las funciones de recuperación de la energía desgastada o malgastada por el trabajo, ni mucho menos se trataría de un hecho natural. Ya no vivimos una época de on-off siquiera sino y a semejanza de las máquinas, en un tiempo de sleep mode: “La idea de un aparato en un estado de reposo pero todavía alerta transforma el sentido más amplio del sueño en una condición en la cual la operatividad y el acceso están simplemente diferidos o disminuidos. Se sustituye la lógica del apagado-encendido, de manera tal que nada está del todo ‘apagado’ y no hay nunca un estado real de descanso” (Crary, 2015, p. 24).

La temporalidad 24/7 ya no puede considerarse, simplemente, como una experiencia falaz sino más bien, de forma directa e implacable, impracticable e imposible. No se trata solo de una de las tantas imposiciones en que se describe y fuerza nuestra percepción del tiempo: también es una manera de despreciarlo, de borrar sus insuficiencias y fragilidades, de negar su carácter borroso y su naturaleza finita; anula, de una vez, todo aquello que dio paso a las formas de vida cultural a lo largo de los siglos, la alternancia del trabajo y el tiempo libre o, si se prefiere, la alternancia de la vigilia y el sueño. Tampoco dicha temporalidad puede comprenderse bajo el análisis corriente y ya tipificado del capitalismo, en cuanto cambio o su simulación a partir de permanentes procesos de novedad, esto es, de la innovación infinita de lo nuevo. Hay algo más en ella, todavía, que muta y transforma profundamente las relaciones de control y de poder sobre los individuos:

Ahora, el tiempo acelerado del supuesto cambio borra toda percepción de un marco temporal extendido que se comparta con una colectividad y que sostenga incluso una anticipación nebulosa de un futuro distinto de la realidad actual. La lógica del 24/7 está modelada alrededor de los objetivos individuales de competitividad, progreso, adquisición, seguridad personal y confort a expensas de los demás. El futuro está tan cerca y tan a mano que es inimaginable solo por continuidad con la lucha por la supervivencia o el beneficio individual en el más superficial de los presentes (Crary, 2015, p. 51).

Pues, nos parece, la desaceleración ya no es suficiente. Tampoco una cierta lentitud complaciente sería la respuesta. Ni siquiera el rechazo a la prisa en términos de confrontación u oposición aportando la militancia de otro tiempo de prisa. Porque la desaceleración es una utopía vacía, cansada y exhausta, un límite que tiene que ver más bien con los ciclos de vida y no con los avatares coyunturales del mundo. La lentitud se arroga a sí misma un ritmo menor pero siempre al interior de la misma trayectoria, siguiendo idéntico camino; porque responder con prisa es una vociferación mediática que no hace más que duplicar el abismo.

La única rebelión que pareciera ser capaz de quitarse de la aceleración sería, tal vez, el “salirse del tiempo”, del utilitarismo, el quitarse de la agonía impracticable de la auto-realización para crear, así, infinitos instantes de “otro tiempo”, en apariencia inútil, sin provecho, un tiempo porque sí, para nada, un tiempo detenido, sin novedades útiles. Porque la novedad utilitaria es aquello que entierra lo recién presente en un pasado brumoso, amnésico. Lo que acaba de suceder, se transforma en suceso rápidamente difundido o se hunde en el pantanal borroso de lo que pasó y ya es pasado lejano, inaccesible a la mente o solo disponible en los motores de búsqueda.

La rebelión consiste, una vez más, en “mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”, como señalaba Alejandra Pizarnik (2016, p. 125); una filosofía del instante como esa rebelión práctica a la que hace referencia Concheiro (2016):

Para escabullirse de la velocidad hay que aventurarse a enfrentar el tiempo mismo: detener su curso. Esto sólo puede lograrse mediante el instante, una experiencia que consiste en la suspensión del flujo temporal. El instante es un no-tiempo: un parpadeo durante el cual sentimos que los minutos y las horas no transcurren. Es un tiempo fuera del tiempo (p. 14).

Tal vez solo así el tiempo no quede fatalmente “in-vertido” entre los imperativos de la productividad, la comunicación, la generación de contenido e información, y se pueda ir en busca de los instantes por subvertir o los instantes de subversión, en busca de ese tiempo fuera del tiempo que bien podría ser el de cierta escuela (cierta scholè) donde la pregunta sea esa potencia de infancia que intensifica el instante o convida la rebelión de un comienzo y no una mera excusa para imponer la teleología del ser “mayores de edad” en el incesante abuso del tiempo.

Rebelarse al hipertenso frenetismo, liberar el tiempo

La velocidad parece tocar su extremo y, a veces, se confunde con la inmovilidad. La voracidad de la técnica pone en peligro hasta las distancias mínimas y cualquier aspiración de movimiento ocioso. Nos rebelamos, entonces, ante la velocidad y las técnicas de la prisa que hacen de un trozo de plomo un potencial peligro -cuando este adquiere la fuerza de la bala que se emplea en las guerras-. Nos salimos de su tiempo y de su trayectoria, de su prisa por llegar al objetivo, de su no-contemplación y su masificación. Pero no salimos ilesos del todo porque, aunque esquivemos las balas, el tiempo actual también dispara con sus imperativos y sus palabras infectas de efectismo. Estas se tornan en meras estrategias de marketing en el marco de las cuales seducen, cantan y bailan al compás que indica el espíritu del mercado. Así, nos adelanta Leclercq (2014), el lenguaje contemporáneo posee algunas palabras impresionantes que sirven de noble etiqueta para muchas cosas huecas. De aquí una necesaria detención.

En su Elogio de la pereza, discurso pronunciado en ocasión de su ingreso a la Academia Libre de Bélgica en 1936, el filósofo belga Jacques Leclercq (2014) dijo:

…nuestro siglo se ufana de ser el de la vida intensa y esa vida intensa no es sino una vida agitada, porque el signo de nuestro siglo es la carrera, y los más bellos descubrimientos de que se enorgullece no son descubrimientos de sabiduría, sino de velocidad. (…) En nuestros días no hay nadie más ocupado que un ocioso. ¿Conocéis a uno solo de estos que no se declare agotado y que no aspire a un reposo que nadie le prohíbe? (pp. 13-15).

Posiblemente, habitamos cierta rebelión también cuando exploramos radicalmente sentidos de la serenidad o la contemplación ante el mandamiento de la eficiencia que nos impele a rendir con “mayor producción en el menor tiempo y costo posible”, como reza el credo capitalista. Así se olvida que no hay esfuerzo libertario que no parta de, y no desemboque en, un estado de reposo y que la acumulación de carrera tras carrera no es la aventura de caminar suelos desconocidos, sino el engaño de atravesar vientos peligrosos que sólo nos ponen a prueba. Leclercq (2014) quería desechar ese pensamiento que siempre amenaza con conducirnos a las ciencias económicas, esa “horrible ciencia de la producción y de los intercambios, cuyos secretos ha querido violar el hombre, y que lo atrapa, como la correa de la máquina tritura al desgraciado que por descuido mete el dedo” (p. 15). Prueba de ello es la moda turística o compulsión de viajar, que lleva gentes a correr de un lado a otro durante cierto tiempo durante el cual intentan ver o pisar la mayor cantidad de lugares posibles y terminan por mirar menos de lo que, en el mismo tiempo, podrían haber mirado aspirando el olor de su propia tierra. Nada más decepcionante que escuchar a alguien, recién vuelto de viaje, hablar de precios, comparaciones culturales o la rapidez con la que re-corrió diferentes paisajes. Con frecuencia olvidamos que mirar, escuchar, conversar son ejercicios que requieren detención. También detenerse, como parar-se, implica cierto esfuerzo que convoca la atención, un ejercicio que nos pone en con-tacto con el aire y con la luz, un acto que hace un alto en un lugar donde ya no hay actuación ni movimiento de los egos. Aquí el esfuerzo paciente ya es de poética:

No; no es corriendo, no es en el tumulto de las gentes y en el apresuramiento de cien cosas atropelladas como se reconoce la belleza y como florece esta. La soledad, el silencio, el reposo, son necesarios para todo nacimiento, y si alguna vez un pensamiento o una obra de arte surgen como un relámpago, es que ha habido antes una larga incubación de morosidad. (…) Sí; la paz, el silencio y no tener prisa. El libro del que se lee una página y que se deja caer para oír cantar la canción interior, y el lienzo ante el que uno se detiene, se sienta y se olvida de seguir adelante (Leclercq, 2014, p. 24-25).

El hipertenso frenetismo del homo laborans, los sueños de eternidad y las nostalgias de pureza, cada vez ocupan más lugar frente a la palabra y el pensamiento gravitado por el suelo que habitamos; el suelo que nos afecta y que no experimentamos sino caminándolo, pensándolo, sintiéndolo. El desafío está en un no-saber radical que nos hace conversar, en lo inefable que nos empuja a andar no más.4 Pero no podemos escucharnos cuando por todos los sentidos entra un ruido babélico y hace, entre otras cosas, que la niñez sepa más de marcas que de cuentos.

La voz de lo inefable casi no se oye, a no ser por quien pueda captar aún el deslizamiento del rocío sobre un tallo, la dilación entre los cantos de unos pájaros y la pereza de un capullo al abrirse lentamente. Es cuestión de escucha y detención, de intentar olvidar que tenemos siempre once cosas por hacer a un mismo tiempo y que, esta misma tarde, tenemos prisa. Intentemos estar 5 aquí, un ratito, como si no existiera ninguna otra cosa, como si repentinamente ya no existiera el tiempo y, en la inmovilidad del minuto, lo infinito se hiciera en nosotros (Leclercq, 2014). Estar, escuchar, mirar: contra ese tacto no hay nada que hacer, se arde.

Unos años antes que Leclercq, en 1932, Bertrand Russell (2000) publicó un polémico ensayo bajo el título Elogio de la ociosidad. En él expone el recuerdo de haber sido educado bajo el espíritu del refrán “la ociosidad es la madre de todos los vicios” y denuncia los daños que ha causado la creencia en el trabajo como virtud. Nos convida un bonito ejemplo de alienación al recurrir a la conocida historia del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (antes de la época de Mussolini) y ofrece una lira al más perezoso de todos; once de ellos se levantaron de un salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquí tal vez está la clave de nuestra época: ¿acaso la rebelión que demanda este tiempo compulsivo no está orientada por una pereza atenta que adopte forma de respuesta ante los imperativos de re-producción? Como si la pereza pudiera volverse una ética micro-política que dé lugar a más tiempo libre (o scholè) por pensar, por sentir, por conversar, lo no pensado, lo no sentido, lo imposible de conversar en un cotidiano machacado por el ruido de los medios masivos de comunicación.

En dicho texto, Russell (2000) también hace referencia al deseo de ociosidad que los terratenientes satisfacían a costa de la laboriosidad de otros (fuente histórica de todo el evangelio del trabajo). No olvida la Inglaterra de comienzos del siglo XIX donde hombres y niños trabajaban entre doce y quince horas diarias, cuestión que no era mal vista porque se argüía que alejaba a los adultos de la bebida y a los niños del mal. Las clases altas se escandalizaban si las clases bajas conseguían derechos y tiempo libre, incluso cuando comenzaron a legislarse ciertas fiestas públicas comenzaron a preguntarse para qué las querían los pobres considerando que debían estar trabajando… En fin, una historia que parece repetirse desde la antigua Grecia hasta la actualidad, porque si bien se ha avanzado en la automatización de la producción que podría haber generado una distribución más igualitaria del tiempo libre, lo que ha generado, en muchos casos sino en la mayoría, es mayor desempleo o el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros:

Está claro que [Adam] Smith no se pregunta por las razones históricas por las que fueron empobrecidos los “siervos de la espada” de los feudos, y por qué al huir del feudo y llegar a las ciudades medievales tuvieron que vender su trabajo (su propia subjetividad creadora) a los que tenían dinero (que es trabajo objetivado). Este “salario” que pretende pagar la apropiación del trabajo del prójimo es la “negación originaria”, que constituye al sistema capitalista como tal, y que destituye al que “vende su trabajo” de su dignidad creadora, ya que se lo transforma en una mera “mercancía” (que se compra y se vende). Esta “negación originaria” en diversos “sistemas” (hemos indicado sólo los sistemas culturales históricos del colonialismo, del esclavismo, del machismo, de la economía capitalista, como ejemplos entre muchos otros posibles), sitúa la problemática de la destitución de seres humanos de su dignidad, ya que se los transforma en “mediaciones” de “fines” que otros definen, deciden y manipulan. (…) Por lo general se confunde “dignidad” con “valor” (Dussel, 2008, p. 240).

¿Acaso no estamos frente a cierta destitución pedagógica cuando la educación de las nuevas generaciones se reduce a una mera mediación técnica en pos de los fines que define el mercado y la dignidad de un sujeto radica en la mejor evaluación que el mismo pueda conseguir durante su formación? ¿Dónde queda el tiempo libre de la escuela o la originaria scholè si este se reduce a meras formaciones en cronologías pre-determinadas que desembocan en competencias, desarrollo de capacidades para el trabajo o habilidades para la vida empresarial? ¿Qué libertad supone un tiempo libre que hace de la singularidad una cifra evaluativa más o menos competitiva?

Si retomamos el planteo de Russell (2000), se encuentra cierta asociación entre sabiduría, tiempo libre y educación. Sostenía que el sabio empleo del tiempo libre es un producto de la educación, y ya por entonces señalaba que el culto a la eficiencia ha inhibido mayormente la capacidad para los juegos porque todo ha de hacerse por alguna razón y nunca por sí mismo. Esta es la noción de que las actividades deseables sólo son aquellas que producen beneficio económico, lo cual hace de actividades humanas como la curiosidad científica, la escritura o el arte, potenciales empresas para un sujeto. Aun así, Russell pensaba que si se disminuía la jornada laboral a cuatro horas diarias, las cuales consideraba suficientes para satisfacer las condiciones materiales de existencia, cualquiera podría dedicarse a explorar su curiosidad, quien quisiera pintar podría hacerlo sin morirse de hambre ni que sus cuadros coticen en algún mercado y quien deseara escribir podría hacerlo sin que su escritura tuviera que satisfacer los requisitos establecidos por el capitalismo editorial. De este modo, pensaba a la gente menos inclinada a mirarse entre sí con suspicacia y, por ende, menos aficionada a la evaluación y la guerra -además del largo y duro trabajo que supone sostenerla(s)-. Tal vez aquí estemos frente a la interpelación de una nueva detención, una clave que invita a ser mayormente explorada: la vinculación entre educación y tiempo libre.

Dar la batalla histórica: entre el tiempo libre (o cierta escuela) y el tiempo del trabajo (o del capitalismo)

Regresemos un instante, entonces, a la idea de tiempo libre o de tiempo liberado, aunque más no sea para reparar en su posible origen, sus avatares y sentidos más actuales, por cierto ya transformados o traicionados.

En principio habría que decir que una variedad de vocablos se agolpa delante nuestro a la hora de detallar esta forma informe del tiempo: pereza, como ya se ha dicho antes, holgazanería, ocio u ociosidad, acidia (el cuarto pecado capital) pero también, y en otra dirección, aburrimiento, hastío, desidia, indiferencia, abandono, apatía.

Sin embargo, cabe interrogar: ¿se narra aquí la propiedad que pertenece intrínsecamente a un tiempo o se narra la relación de un sujeto particular con el tiempo? ¿Se describe el modo en que un tiempo pasa (duración, medición) o bien aquello que pasa al interior del tiempo, su experiencia, es decir, la temporalidad (su transcurrir, su devenir)? ¿Es tiempo de descanso, tiempo de creación, de pensamiento, o simplemente tiempo excedente, sobrante, de fatiga, de cansancio? ¿Tiempo íntimo, privado, o tiempo político, público? ¿Y puede acaso comprenderse fuera de la oposición con su aliado y enemigo constante: el tiempo del trabajo?

Algunos historiadores (por ejemplo, Lanfant, 1978; Munné, 1988) suelen detallar algún rasgo distintivo del tiempo libre en cada época para denotar su especificidad y, así, mostrar sus intensas variaciones en términos de posiciones subjetivas, prácticas culturales, ordenamientos políticos y filiaciones lingüísticas. Como bien se sabe, en la Grecia Clásica era corriente calificar el tiempo libre como fundamentalmente contemplativo y creador, liberado y sin ninguna referencia al trabajo, tiempo desocupado de toda y cualquier tarea o responsabilidad ciudadanas, en fin, una temporalidad sin otra finalidad que el cultivar el arte de la vida, la soledad, el silencio y el pensamiento. El ideal griego de scholè6 poco o nada tendría que ver, por lo tanto, con el dejar de hacer o el no hacer nada, pues su significado indica decididamente una cesación, un gesto de detención, de parar.

Quizá lo que valga la pena retratar aquí es esa suerte de separación entre el ideal de vida (el tiempo libre como un fin en sí mismo, según Aristóteles) y el ideal de mundo o, para mejor decir, de una división entre la libertad vital y la esclavitud laboral, entendida como una suerte de estratificación social según la cual algunos gozarían del tiempo liberado y otros no. En todos los casos scholè nos sugiere, como ya se ha dicho, un tiempo formativo, por ello pedagógico, y de allí su proximidad y resonancia con el término Escuela.

En la Roma Imperial surge la noción de Otium, un tiempo de descanso y regeneración tanto del espíritu como del cuerpo, pero muy distinto a la contemplación creativa griega: su sentido tiene más que ver con el ocio reparador, un tiempo intermedio reflejo de la lógica del trabajo y también, en cierto modo, liberador de sus propias tensiones. El Otium deja de tener un valor únicamente individual y, pese a los denodados esfuerzos de Cicerón por acercar la contemplación filosófica al imperio, el tiempo libre pasa a tener una dirección colectiva y controlada, específicamente, hacia las clases populares, la diversión organizada para las masas: los juegos, el circo, las luchas, los banquetes, etcétera, adquieren aquí un valor político de control popular, puestos en escena bajo la apariencia de un necesario reposo existencial pero, a la vez, enarbolados como verdaderos símbolos de distracción o desatención de las masas.

Si para los griegos el tiempo libre ignora o no se relaciona con el tiempo de trabajo y se afirma como ejercicio del pensamiento, emparentándose con la filosofía y el arte (un tipo de vínculo que las sucesivas civilizaciones fueron resignando casi por completo), entre los romanos el ocio se difunde mucho más bajo la forma de recreo y diversión (una práctica que refiere a la recuperación por el esfuerzo del trabajo y que todavía permanece vigente entre nosotros, aunque no exactamente del mismo modo).

El cristianismo, durante la europea Edad Media7, toma partido decididamente por la idea de ocio y lo tuerce y retuerce hasta asimilarlo a una contemplación de carácter religiosa: Dios es el punto de partida y de referencia tanto para el trabajo como para un tiempo libre, ahora ya transformado en ociosidad; la expresión benedictina ora et labora ocupa así toda la extensión de la cotidianidad, de la existencia y de la trascendencia, y resguarda para su placer la alternancia entre el trabajo activo y la vida contemplativa. Mientras los monjes se apartan, trabajan y contemplan, las instituciones religiosas comienzan a imponer poco a poco un conjunto definido de festividades santas sustituyendo o mezclando las numerosas fiestas greco-latinas que las precedían.

Una nueva idea de ocio, el ocio en cuanto ociosidad privativa de una determinada clase social ocupa buena parte de los comienzos del Renacimiento: la nobleza asume para sí la libertad de no trabajar, de abstenerse y absolverse de las faenas, y de ocupar el tiempo con actividades escogidas por propia voluntad: la ciencia, el arte, la política, la religión, entre otras disciplinas, pasan a ser virtudes de privilegio en oposición al oprobio del trabajo, entendido como servidumbre.

Tiempo libre, entonces, ocio, ociosidad, contemplación, filosofía, descanso, reposo, el tiempo privado, el tiempo público, quitarse del trabajo, no tener más remedio que trabajar. Todo ello compone un debate que, en la actualidad, también se tiñe de términos y de percepciones tales como hartazgo, cansancio, realización, des-realización y auto-realización, felicidad e infelicidad. Sin embargo, aquello que de verdad nos ocupa aquí, y sobremanera, no es tanto el detalle de una evolución histórica del concepto, sino intentar comprender el pasaje por ese umbral álgido entre tiempo libre y tiempo de trabajo ocurrido una vez instalada la así llamada revolución industrial; para decirlo de otro modo: la posibilidad o no de haberse optado entonces, delante del crecimiento exponencial de la utilización de las máquinas, de disponer de más tiempo libre para la formación en oposición a asumir más y más horas de trabajo; la época en que lo humano podría liberarse del trabajo y dedicar el tiempo a cultivar mente y cuerpo; ese momento en el cual quizá fuera posible para la humanidad, por última vez en la historia reciente, tomar alguna decisión a propósito de si venimos al mundo para sufrir o para re-crear(nos).

Exactamente de ello se trata el primer párrafo con el que comienza Le droit a la perese (El derecho a la pereza) escrito en 1880 por Paul Lafargue, una refutación contra el derecho al trabajo, que apareció por primera vez en el semanario Egalité. En este texto Lafargue, conocido también como el yerno de Karl Marx, ataca con furia a la nueva moral capitalista, acusándola de haber renegado de los pensadores franceses y del paganismo, obligando con su prédica a los obreros a abstenerse de todo deseo de cuerpo y espíritu; esa moral capitalista:

Lamentable parodia de la moral cristiana, anatematiza la carne del trabajador; su ideal consiste en reducir al mínimo las necesidades del productor, en suprimir sus placeres y sus pasiones, y en condenarle al papel de máquina que realiza un trabajo sin tregua ni piedad (Lafargue, 2011, p. 37).

El manifiesto de Lafargue (precedido por aquella conocida frase de Lessing: “Somos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos” indica un camino para contrarrestar al monstruo capitalista naciente, que no es otro que desvendar la hipocresía de una época que ve en la tierra, en el mundo, un simple y mortuorio valle de lágrimas de los trabajadores; una clase obrera impedida de dar rienda suelta a sus buenas pasiones y sometida a la atroz necesidad de trabajar y trabajar, casi sin pausas ni respiro, inoculándoles una suerte de extraña locura: el amor al trabajo.

Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de las naciones en las que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que desde hace dos siglos torturan a la triste humanidad. Esa locura consiste en el amor al trabajo, en la pasión furibunda por el trabajo, que lleva hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y su prole (…) En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de todas las degeneraciones intelectuales, de todas las deformaciones orgánicas (Lafargue, 2011, p. 39).

El autor llama la atención sobre la aparente decisión del proletariado de exigir más trabajo, para ellos y para sus familias, enclaustrándose cada vez más tiempo en esos talleres modernos tan parecidos a los correccionales, por una suerte de neo-esclavitud en apariencia originada en sus mismos reclamos y para su propia satisfacción. El gran triunfo del capitalismo de entonces, la gran locura, consistiría en hacer creer al proletariado que aquello que en verdad desea no es la dicha (del pensamiento, de la diversión, de las festividades, del trabajar menos, del tiempo libre) sino la condena misma al trabajo; su manifiesto es la expresión agónica de quien comprende que es urgente otra vida, otro hogar, otra familia, en fin, otra sociedad, porque aquella, por la que han luchado ya está destruida y exánime:

Han demolido con sus propias manos su hogar doméstico. Han agotado con sus propias manos la leche de sus mujeres; las desdichadas, embarazadas y amamantando a sus bebés, han tenido que ir a las minas y a las manufacturas a doblar el espinazo y agotar sus nervios. Han destrozado con sus propias manos la vida y el vigor de sus hijos. ¡Qué vergüenza para los proletarios! (Lafargue, 2011, p. 45).

Lafargue se pregunta por todo lo perdido en nombre de la locura del trabajo, de esa enfermedad que deja a la gente completamente agotada y arruina lo mejor de la vida; y aquello perdido no era otra cosa que la conversación osada, “la boca franca”, la buena bebida, el relato de las fábulas y los cuentos narrados, los hijos sanos y vigorosos alumbrados por mujeres audaces que andaban por el mundo cantando. En cambio, no se encontraba por entonces más que niños enclenques que trabajan por doce horas o más, mujeres alucinadas y ojerosas con el estómago arruinado y sin dicha, hombres taciturnos con sus “miembros lánguidos”. Nada peor podría haberse inventado, ningún experimento podría ser tan insultante:

Un vicio más embrutecedor para la inteligencia de los niños, más corruptor de sus instintos y más destructor de su organismo que el trabajo en el ambiente viciado del taller capitalista. De nuestra época se dice que es el siglo del trabajo y es, en efecto, el siglo del dolor, la miseria y la corrupción (Lafargue, 2011, p. 46).

La respuesta a ese dolor, la contestación a la miseria y al confinamiento de los trabajadores a un tiempo forzado de labor está en la palabra “pereza”, de la cual Lafargue extrae su sentido más formativo y pedagógico. Habría, dice, que revolucionar la propia exigencia del proletariado, instándolos a batallar por el tiempo libre, ni de producción ni de consumo, alejándose de las fórmulas perversas e infrahumanas de la fabricación excesiva y la sujeción a las mercancías. De aquí que la batalla por la liberación del tiempo, la batalla por el tiempo libre, es una lucha por cierta escuela, quizá por cierto modo de hacer escuela. Tal vez se trata, sobre todo, de matar el tiempo que nos mata, de dejarnos estar (como un modo de formación y de resistencia) en cierto régimen de la pereza. Porque si “descansar es salud”, como dice un viejo proverbio, así se entiende mejor la frase que solía estar a la entrada de algunos campos de concentración: “el trabajo les hará libres”.

Descolonizar la scholè, liberar el tiempo a otros tiempos no-productivos (para vagar un poco más, por ahora…)

Para discutir los usos actuales y empresariales del tiempo libre, es necesario subrayar algunos aspectos de la configuración moderno/colonial de lo que se estableció, legitimó e impuso como noción hegemónica en la vivencia del tiempo –al menos, y de forma mayoritaria, en occidente-. Incluso, no podríamos discutir los usos actuales y empresariales del tiempo libre sin prestar atención a dicha configuración geopolítica-colonial. Veamos, entonces, repasemos y revisemos la noción de tiempo que heredamos de la modernidad sin descuidar su cara oculta de colonialidad que ha afectado, como veremos, al mundo entero –incluyendo su cuna europea-.

Walter Mignolo en su libro El vuelco de la razón ofrece una genealogía en clave decolonial sobre la cuestión del tiempo. Allí enseña que:

…el tiempo no es una entidad existente sino un concepto humano usado para organizar repeticiones y transformaciones. Primero en la experiencia de los ciclos de nuestro propio cuerpo y los cuerpos de la naturaleza (equinoccios, solsticios, amanecer y anochecer, nacimiento y muerte, ciclos menstruales, momentos de cosecha y momentos de almacenamiento, etc.), las repeticiones y transformaciones en la vida del cosmos parecen ser una útil metáfora en este respecto (Mignolo, 2011, p. 72).

De este modo, y con la segunda fase de la modernidad en el siglo XVIII, una noción (cronológica) de tiempo se consolida como una categoría más calculativa que experiencial y que será central en la distinción naturaleza/cultura. Pues la manera de concebir la Historia fue subsumida en “el tiempo” para ubicar a las sociedades en una cronología imaginaria que va de naturaleza a cultura, de civilización a barbarie, siguiendo un destino progresivo hacia un punto de llegada que es el horizonte propuesto por el relato secular de la modernidad (Mignolo, 2011). De este modo, el tiempo (propio del Chronos) se torna una estrategia de colonización según la cual el presente se describe como moderno y civilizado mientras que el pasado como viejo y bárbaro, negando la contemporaneidad de todo lo considerado otro. Así, el otro y su pasado, el pasado del otro o el otro del pasado, quedan ubicados más en el tiempo que en el espacio, ocupando un lugar inferior en la escala del orden cronológico que lleva a la civilización, al progreso, al desarrollo. Progreso y estancamiento, ciudad y campo, velocidad y lentitud, son características temporales centrales en esta concepción lineal del tiempo que define no sólo una forma de llegada, sino una forma hacer, sentir, pensar ser y estar.

Tal como nos lo recuerda Mignolo (2011), en la Europa del siglo XVI, esta forma hegemónica del tiempo articuló el conocimiento enciclopédico con el mercantilismo y las demandas de los comerciantes, mientras que antes de esto, en los siglos XIV y XV, europeos, incas y aztecas tuvieron enfoques similares en su relación con el tiempo más integrado al flujo de la naturaleza y al de la relación de los seres humanos con los organismos vivos y la vida del cosmos (aún la naturaleza no se concebía como algo que debía domesticarse y dominarse, como indicaría Francis Bacon a comienzo del siglo XVII). Pero, siguiendo el planteo de Mignolo (2011), la posteriormente impuesta cosmología cristiana operaba en la linealidad del Chronos donde los eventos se ordenan uno detrás de otro y, en ese proceso de “modernización”, se suprimen cosmologías otras como las referidas a las de la antigua Grecia en sus variantes perceptivas del tiempo como Kairós o Aión, o la del Pacha en la cosmología andina, cuyas similitudes están marcadas por la continuidad entre espacio, tiempo, naturaleza y vida/experiencia. De aquí la necesidad de abrir las puertas a la restitución de las cosmologías suprimidas, de reinvindicar el tiempo libre como Kairós, Aión o Pacha8, para que este no quede en manos del reloj, ese cómplice de la filosofía del capitalismo que impone una concepción y un estilo de vida en el cual el tiempo va de la mano con el dinero. Contrarrestar el tiempo cronológico o combatirlo en su posición privilegiada para controlar las subjetividades, que hace marchar a muchos al mismo tiempo, implica también descolonizar y liberar la scholè del lastre del tiempo utilitario/productivo.

Pero, ¿qué pasa con el tiempo libre en el marco del actual capitalismo y su vigente Teoría del Capital Humano que promueve la escolarización cada vez más temprana de la niñez? Una respuesta podría ofrecerla cierta anécdota que relata una experiencia en la cual se le preguntaba en su primer día de clases a unos niños, antes de entrar a la escuela, qué pensaban que iban a hacer y ellos respondían entusiasmados: jugar, correr, hacer amigos, entre otras; luego a la salida se les preguntaba qué hicieron y con voz exhausta contestaban: trabajé. Tendremos que prestar especial atención entonces a la escuela como lugar privilegiado para que la scholè tenga lugar o se convierta en mero management empresarial de sujetos y sus tiempos.

Nos resulta al menos curioso que dos reivindicadores de la scholè como fuente de “tiempo libre” para el estudio y para la práctica concedido a personas que no tenían derecho a él, como fuente de conocimiento y de experiencias disponibles como “bien común”, piensen el enseñar, el estudiar y el practicar como un “trabajo” (Masschelein y Simons, 2014, p. 57). En su Defensa de la escuela (Masschelein y Simons, 2014), nuestros colegas belgas quisieran poner el mundo productivo a distancia para que el diseño, la creación y la presentación devengan ejercicios para probar las propias capacidades y conocimientos. Piensan en “trabajos” como forma ideal de hacer tangible una asignatura, de demostrar su aplicabilidad y de cimentarla como el último paso hacia una aplicación real a la vida; encuentran un continuum entre la noción de trabajo y la de ejercicio, ven en estos técnicas interminables en cierto sentido porque dan la posibilidad de empezar una y otra vez. Pero estas aseveraciones son peligrosas de promover en la actual fase neoliberal del capitalismo, incluso en el marco de las sociedades de control de la que Deleuze nos advirtiera y en las cuales todo comienza, pero no tiene fin (de allí nociones como las de educación –o aprendizaje- permanente, por ejemplo). Es necesario ser cuidadosos, si de defender cierta escuela se trata, y si de liberar la scholè del tiempo productivo se intenta ya que, por lo dicho más arriba, en el marco del capitalismo se torna difícil pensar el trabajo escindido de la producción (en su forma-mercancía, como Marx enseñara).

Entonces, tal vez tendríamos que ser celosos en distinguir el ejercicio filosófico (siempre sentí-pensante) del trabajo que siempre toma la forma-mercancía. Por ello, coincidimos con Bárcena (2016) cuando caracteriza al ejercicio filosófico como una forma de (auto)educación y, por tanto, como una forma de vida, como una afirmación de la existencia y la presencia en el pensar, en el leer, en el escribir, y, sobre todo, en el mundo. El mismo se despliega en un cierto devenir temporal, a base de distracciones e interrupciones, de desorientaciones y pasiones, de encuentros y pérdidas y de cierta clase de pereza. Tiempo y espacio se disponen para una búsqueda entre ensayos y errores, entre acontecimientos y alguna experiencia probablemente inútil a los fines de producción de capital humano. En esta experiencia, consideramos, se encuentra una potencial desconexión del circuito de la mercancía que busca capturarlo todo. Pues este tipo de ejercicios quizá (ex)pone en juego una parte nuestra que no se puede integrar a la forma mercancía y su fetiche. Pero, tomando la pregunta de Jorge Alemán (2016):

¿Qué parte de cada uno de nosotros no se puede integrar a la forma mercancía y su fetiche? Responder a esto exige indagar nuestra relación con la palabra dicha y el silencio, nuestra relación con el amor y el deseo, nuestra relación con la muerte, nuestra relación con el duelo y con nuestros ideales más secretos e insondables, nuestra relación con la amistad y el imposible que la acompaña (p. 40).

Otra aseveración no menos problemática de nuestros colegas belgas en su Defensa de la escuela (Masschelein y Simons, 2014, p. 68), estriba en la inclinación a evaluar y rediseñar el funcionamiento de la escuela utilizando acontecimientos significativos o historias de éxito como telón de fondo. Esta afirmación podría leerse junto a otra igual de problemática: “que la estandarización sea una táctica potencialmente dañina (para el alma) no quiere decir que el profesor esté por encima de toda forma de control, de prestación de cuentas o de evaluación. En este sentido, tal vez el reto, ahora más que nunca, consista en buscar nuevas formas y procesos de evaluación que permitan un lugar para el amor y para el cuidado que el profesor se debe a sí mismo.” (Masschelein y Simons, 2014, p. 136-137).

Entre algunas preguntas que necesariamente surgen ante tales afirmaciones, se nos vienen las siguientes: ¿hasta qué punto esta “defensa de la escuela” no conduce sin quererlo a la solidificación de una escuela que lleva la scholè al paradigma empresarial, competitivo y gerencial de la propia existencia que promueve el Neoliberalismo? ¿Por qué apoyarse en “historias de éxito” para rediseñar el funcionamiento de la escuela cuando la lógica escolar moderna y hasta hoy dominante siempre se ha caracterizado por una oda a las competencias donde se privilegia el mejor rendimiento? Y, más aun, ¿por qué la insistencia en evaluar cuando la modernidad y el capitalismo en su fase neoliberal actual ha hecho de la evaluación el principal elemento de su política educativa, social y cultural? Las preguntas podrían continuar, pero sería interesante detenernos un poco más en esta paráfrasis. Las narrativas de auto-realización y éxito individual son caldo de cultivo para la gestión empresarial de la scholè o el tiempo libre. Su contracara, tal como lo señala Alemán (2016) son las actuales epidemias de depresión, el sentimiento irremediable de estar en falta” el no dar la talla, la asunción como problema personal de aquello que es un hecho estructural del sistema de dominación. La explotación de sí, la transformación de los docentes en “managers”, gestores o mediadores del aprendizaje, son apenas algunos síntomas del tiempo productivo-cronológico que coloniza la scholè. Si, como afirmaba Heidegger, pensar es un mirar escuchando y, a su vez, le damos la razón a Miller en que necesitamos un “esfuerzo de poesía”, será porque una fuerza emancipatoria propia de nuestro tiempo (libre) no podrá tener lugar sin esa fragilidad constitutiva siempre poética. Una poética existencial9 que es habitada por una imposibilidad que sucede, en medio de ese lugar de la scholè como Kairós, Aión y/o Pacha.10

A lo mejor de lo que se trate este arte de liberar, descolonizar, profanar el tiempo de la scholè esté íntimamente relacionado con eso de prosear, leer, pasear fuera de las marchas de lo urgente, fuera de las filas de la conexión, fuera de la inagotable prisa:

Los peligros del mundo, de este mundo: el amor, la lectura, el paseo y la escritura, en cualquier orden. El amor: lo desordena todo. La lectura: lo imagina todo. El paseo: lo percibe todo. La escritura: lo perfora todo. Sin embargo, el mayor peligro siempre está en lo inútil, en la inutilidad. Eso es lo que más le incomoda al mundo. Hoy, en medio de tanta urgencia, la virtud podría ser la pereza, el cansancio, la parsimonia, el demorarse, la falta de prisa. Y la imagen que más conmueve: cualquier persona que no esté marchando, ni en una fila, ni tan prolijo, ni hablando fuerte, ni conectado (Skliar, 2014, p. 37).

A lo mejor, descolonizar la escuela tiene todo que ver, al menos en esta época de híper-exigencias, con la gestualidad impostergable de una demora, de cierta parsimonia imperturbable, de esa vagancia que se hace divagación del pensamiento y paseo del sentimiento, una pereza docente que da otro tiempo, una pereza estudiante que da qué pensar, un gesto amoroso que desordena lo colonialmente ordenado, una imaginación que perfora toda urgencia.

Referencias bibliográficas

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Notas

1 Los movimientos interpelantes que conforman cada apartado del presente ensayo o manifiesto presentan un carácter hipotético que, implícitamente, intenta verificarse poniéndose en juego una estrategia solidaria con la desobediencia epistémica propuesta por Mignolo (2011) y, en íntima relación con ella, la desobediencia del lenguaje que supone una exposición en esa existencia desgarradora o esa brecha –sonora y silenciosa- que abre la posibilidad de un sentido (Skliar, 2015). Esto puede servir de orientación a quienes busquen alguna correspondencia entre cierta “metodología” y las reflexiones teóricas en juego.
2 Un análisis más detallado de la cuestión, en relación a la racionalidad evaluadora y sus consecuencias para la educación contemporánea, puede hallarse hacia el final de lo expuesto en Giuliano (2019c).
3 La educación mediada o directamente colonizada por la técnica, si bien es una concepción bastante extendida -cuando no dominante- en las sociedades capitalistas contemporáneas, podría referenciarse en ese “ámbito de apropiación” de saberes al servicio de una voluntad ilimitada que Alemán (2013) señala emplazada en la alianza entre neurociencias, cognitivismo e industrias farmacéuticas (a las que podríamos agregar las informáticas) y que, entre otras cosas, sumergen o subsumen las determinaciones de la subjetividad en operaciones epigenéticas o “plásticas” del cerebro. De aquí que tomen fuerza las propuestas de educación “emocional” y las llamadas “competencias” ahora se disfracen de “habilidades para la vida” o “desarrollo de capacidades” que no son más que nuevos motivos para aggiornar y potenciar la razón evaluadora mediante todo tipo de dispositivos (Giuliano, 2019b).
4 Tal como lo sugiere Gros (2015), andar no es un deporte: “Poner un pie delante de otro es un juego de niños (…) Para ir más despacio no se ha encontrado nada mejor que andar(p. 10). Por su parte, Rodolfo Kusch (2007) señala que solemos decir “ando caminando”, “ando trabajando”, como si nos quisiéramos distanciar del verbo, como si tuviéramos pudor de definirnos directamente como algo que camina o que trabaja.
5 Como enseñó Kusch (2007)Ser se liga a servir, valer, poseer, dominar, origen, para ser es preciso un andamio de cosas, empresas, conceptos, todo un armado perfectamente orgánico, porque, si no, ninguno será nadie; Estar, en cambio, se liga a situación, lugar, condición o modo, o sea a una falta de armado, apenas a una pura referencia al hecho simple de haber nacido, sin saber para qué, pero sintiendo una rara solidez en esto mismo, un misterio que tiene antiguas raíces.
6 Otros autores -como Rancière (2007) o Pardo (2004)-, que también estudian y emplean el término de modo similar, lo escriben Scholé; resumidamente, en Pardo (2004) resuena una noción bourdieana de la scholé donde no solo es considerada como tiempo libre sino también como ocio, como distancia respecto a la urgencia y a la necesidad, como ausencia de apuestas vitales. Por otra parte, Rancière (2007) entiende la scholé como la condición de la gente que tiene tiempo libre, de los que son iguales en tanto lo tienen y consagran eventualmente este privilegio social al amable placer del estudio, de allí distingue entre “hombres de scholé” y “hombres de necesidad”, entre los que pueden y los que no pueden pagar el lujo de lo simbólico: de este modo, la escuela moderna sería la heredera paradójica de la scholé aristocrática que igualaría a aquellos que acoge menos por la universalidad de su saber o sus efectos de redistribución social que por su forma consistente en la separación respecto de la vida productiva. Para el presente escrito queremos destacar que, si bien ambas opciones poseen su potencia, aquí nos concentraremos en una interpretación singular que insertamos en el debate propuesto y tampoco olvidamos la discusión sobre cómo los griegos tomaron nociones como la de scholè de los egipcios (desarrollada en Giuliano, 2019a).
7 Aquí no se puede soslayar el señalamiento que Mignolo (2011) realiza sobre los tres momentos en la colonización del tiempo: la invención renacentista de la Edad Media; la invención de los “primitivos” durante la ilustración y la invención posmoderna de la aceleración del tiempo. Cuando Benjamin Franklin pronunció su famosa máxima “el tiempo es dinero”, el tiempo se medía en términos del trabajo y los resultados de este. Pero la era posmoderna, con la idea de que rezagarse significa ser un Don Nadie, instaló la creencia de que ganar es ir más rápido, que uno no solo debe producir más (de lo que sea) sino que tiene que hacerlo primero. (…) Daniel Innerarity sugirió que la cronopolítica desplaza la colonización del espacio por la colonización del tiempo.” (p. 109-110). Para Mignolo (2011), el concepto de Edad Media cumple la función de traducir la geografía en cronología haciendo que el momento presente de Europa necesite separarse del pasado, cuestión que geopolíticamente se consolida a partir del siglo XIX con la colonialidad del poder y del saber: así, la Europa moderna se estableció como el presente con la creación de la “otredad del pasado y el pasado del otro”. Tampoco aquí puede descuidarse el uso del tiempo en la transformación del imaginario cristiano en el imaginario del mundo moderno/colonial donde se impone un concepto teleológico de la historia con un origen (creación) y un fin (juicio final). Una de las consecuencias directas fue el mismo concepto de historia que, para los humanistas del Renacimiento, estaba inserto en el tiempo. En el contexto europeo, la “Historia” (por una parte) no siempre había estado ligada al tiempo (como para Heródoto) y el registro del pasado tampoco estaba necesariamente ligado a la “historia” (Mignolo, 2011, p. 82).
8 Como señala Mignolo (2011), tanto en quechua como en aymara, se refiere principalmente a la luz del día como el espacio del tiempo, donde tiempo y espacio se funden en una conexión entre acontecimiento y movimiento.
9 Decimos poética existencial para referirnos al trazo abre brecha en la vida y que podrá ser leído sin explicación mediante, ni direccionamiento alguno, un ofrecimiento de signos que alguien descifrará en su tiempo y a su modo, signos que provocan una escucha y una mirada de infancia, de primera vez, de algo inédito que atraviesa la percepción y conmueve la pronunciación.
10 Algunas profundizaciones a propósito de la descolonización de la scholè y otras consideraciones más detenidas en relación a la discusión con Simons y Masschelein pueden encontrarse en Giuliano (2019a).

Recepción: 08 abril 2019

Aprobación: 17 octubre 2019

Publicación: 06 diciembre 2019

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