Archivos de Ciencias de la Educación , nº 8, 2014. ISSN 2346-8866
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Ciencias de la Educación

 

ARTICULOS REEDITADOS/ ARTICLES REISSUED

 

Qué es enseñar

Roger Cousine

Saint-Ooud, Seine et Oise

 

Artículo original publicado en Archivos de Ciencias de la Educación, 3º época, nº 3, enero-junio de 1962.


Ver presentación realizada por Estanislao Antelo para el número especial de la revista en
conmemoración a los cien años de Ciencias de la Educación (1914-2014) en la Universidad Nacional de La Plata.

 

Enseñar es presentar y hacer adquirir a los alumnos conocimientos que ellos no poseen. Esos conocimientos no se confunden con cualquier tipo de informaciones, que serían igualmente nuevas para los alumnos. Se distinguen de estas porque tienen un valor utilitario (útiles para la adquisición de otros conocimientos) y cultural (útiles para la formación del espíritu de quienes los adquieren). De este modo el conocimiento de los principios de la física es útil para adquirir el conocimiento de los principios de la hidrostática o de la electricidad; "el conocimiento del latín -como escribía recientemente un pedagogo suizo- ha constituido una notable escuela del pensamiento".

Entre todos los conocimientos, antiguos o recientes, no se puede permitir a cada maestro elegir aquellos que él considera dignos de ser enseñados. Algunas elecciones podrían no ser atinadas. Además esa libertad otorgada a cada maestro tendría el grave inconveniente de impedir la formación de la cultura común que crea (o debe crear) entre todos los individuos de una misma generación, y de un mismo país, ese vínculo cultural al cual los docentes asignan una importancia tan grande. Para evitar ese inconveniente la lista de los conocimientos que deben adquirir los alumnos es establecida por los encargados de redactar los programas. Los profesores de historia, de geografía, de ciencias, presentan a sus alumnos de una misma edad y en toda la extensión de un mismo territorio, los mismos conocimientos históricos, geográficos, científicos. Por su parte los representantes cada vez más numerosos y cada vez más activos de lo que se llama "educación comparada", se esfuerzan por unificar los programas de un país con los de otros (lo que no es, seamos justos, más que una parte de su tarea).

Pero una vez seleccionados los conocimientos, y considerados como los únicos válidos, no basta al maestro presentarlos a su alumnos en la totalidad y el orden previstos en el programa; es todavía necesario, como ya hemos dicho, que se los haga adquirir; es preciso que ellos los reciban y los conserven. Es necesario que el maestro tenga el poder para ello, así como se le ha dado el derecho y el deber. Para esa tarea especial ha sido preparado y ha aprendido lo que se llama el arte de enseñar, la didáctica. El maestro que se conformase con presentar los conocimientos enseñaría sólo en apariencia. El verdadero maestro llega a su clase provisto de todo un instrumental pedagógico: presentación de los conocimientos con la ayuda de lecciones bien preparadas, interrogaciones, exposiciones, selección de ejercicios escritos, correcciones, etc., todo lo que constituye el conjunto de los métodos didácticos. A ello agrega las composiciones, las revisiones y una autoridad personal (que nunca se le deja de recomendar) apoyada, cuando es necesario, en todo un sistema disciplinario hecho de recompensas y castigos hábilmente aplicado. De este modo se mantiene a los alumnos en disposición y ellos no cesan de llenar ese saco que es su bagaje intelectual, del cual no deben dejar caer nada y en el cual siempre han de poder encontrar el artículo que pida el maestro.

Cuando todas esas condiciones están reunidas, cuando el maestro ha presentado a los alumnos los conocimientos agrupados en el programa, se ha asegurado en el curso de esa presentación que la misma era, o al menos parecía, ser eficaz, se ha asegurado que .sus alumnos adquirían y conservaban esos conocimientos, que aprendían y sabían, puede a justo título estimar que ha cumplido con su deber, lo que se le exigía y lo que él se había comprometido a hacer: el maestro ha enseñado.

Pero esa enseñanza constituye una actividad, y como toda actividad, debe ser constructiva. ¿Qué construye el maestro con su actividad enseñante?

Se le exige. Sus superiores, y los padres, no dejan de pedirle que haga ver lo que ha construido con la ayuda de su actividad docente, que demuestre sus resultados, los resultados a los cuales se atribuye, a los cuales él mismo asigna una importancia tan grande. Por cierto, el maestro ama su actividad por lo que es en sí misma, y le agrada mostrar lo que sabe y mostrarlo a su manera frente a aquellos que no saben. Es feliz, por encima de todo control, cuando considera que ha presentado, de una manera que juzga buena, esos conocimientos indispensables. Es más feliz todavía cuando aquéllos a quienes se los presenta parecen, también ellos, felices de recibirlos. Es plenamente feliz cuando quienes los han recibido le dan pruebas de que los conservan. Los resultados que se le exigen han sido obtenidos. Su actividad docente ha sido verdaderamente constructiva. Con esa materia informe que constituyen los alumnos en estado de incultos, ha construido los lectores, los calculadores, alumnos que saben el latín y la física. Ha sido un industrioso arquitecto pedagógico.

Sin duda; pero ¿cómo se explica que habiendo el maestro ejercido en toda su amplitud su actividad docente y habiendo construido con todo su saber y su celo, que tantas de sus construcciones queden inconclusas y que tantas otras se derrumben cuando parecían acabadas y sólidas? ¿Cómo se explica que un cierto número de alumnos asistan sólo por obligación a la presentación de esos nuevos conocimientos cuando deberían interesarse por ellos? ¿Cómo los resultados de un mismo maestro, realizando una misma actividad pueden ser tan diferentes? ¿Cómo al cabo de un año escolar, por ejemplo, puede haber tal diferencia entre el mejor y el peor alumno, entre esa bella construcción pedagógica de la cual el maestro está orgulloso y ese edificio inacabado que ni siquiera tiene presencia?

La respuesta del maestro se repite desde hace mucho tiempo, y cada maestro la da a su turno: es, dice, porque hay buenos y malos alumnos, alum nos inteligentes y alumnos que no lo son, pero, sobre todo, alumnos trabajadores y alumnos perezosos. El maestro realiza de manera igual y activa su tarea constructiva: allí donde fracasa es porque la materia es rebelde.

Pero, ¿por qué la materia es rebelde? ¿Por qué hay alumnos perezosos? ¿Es que hay un alumno perezoso?

Si dejamos de lado los casos, más raros, de alumnos perezosos opositores que a veces resisten voluntariamente la actividad docente del maestro, por lo general se considera perezosos a los alumnos apáticos, a los que dejan que el maestro ejerza esa actividad sin hacer nada para perturbarla pero también sin ayudarla, los alumnos que permanecen pasivos. Y se sabe que esa pasividad es condenada por las más viejas, las más respetables tradiciones pedagógicas. Es preciso que los alumnos no sean pasivos, sino activos y es así como una nueva tarea se impone al maestro para completar definitivamente su actividad enseñante: es necesario que haga actuar a sus alumnos. La construcción pedagógica que emprende cada año no puede llevarse a feliz término si los alumnos no construyen ellos mismos, construyéndose, colaborando con el maestro en esa construcción. Los buenos alumnos son aquéllos que colaboran espontáneamente, o que aceptan de buen grado colaborar o parecen colaborar; los malos alumnos son los que no colaboran con el maestro para ayudar a construir su edificio pedagógico. “Yo no puedo hacerlo todo solo -dice a menudo a sus alumnos-; es preciso que vosotros me ayudéis".

¿Ayudarlo a qué? A cumplir una tarea que, por definición, los alumnos no conocen. ¿Cómo se puede colaborar con alguien si no se sabe lo que él hace? ¿Cómo pueden los alumnos colaborar con el maestro en la adquisición de los conocimientos que, por definición, ellos no conocen? ¿Escuchando con docilidad y atención? Pero la docilidad, la atención constituye una sumisión, no una colaboración. Los alumnos aprenden conocimientos históricos, geográficos o científicos, y el maestro les dice: "Adquirid y conservad estos conocimientos que os servirán más tarde". Servirán ¿para qué? Los alumnos no podrían colaborar con la acción docente del maestro si saben que la adquisición y conservación de estos conocimientos les servirían para alguna cosa que el maestro guarda celosamente para sí; "Esto será para el mes próximo o para el año próximo". ¿Qué es lo que será? El maestro no lo dice, lo guarda, quiere guardarlo para él. No quiere decir a sus alumnos que el acontecimiento presente está ( cuando ello sucede) condicionado por un viejo acontecimiento histórico que él quiere enseñarles. No quiere decirles qué fenómeno científico se explica por los principios que les obliga a adquirir y a conservar. No quiere decirles (salvo raras excepciones) cómo el latín que no es para ellos más que reglas de gramática puede en efecto ser un fin. ¿Entonces? Entonces esta pretendida colaboración no es más que una trampa y el maestro pide a sus alumnos una actividad que él les niega.

No se hace actuar a un individuo prescribiéndole una acción, y eso es jugar con las palabras. En ese caso se le hace, si puede decirse actuar pasivamente. La acción, la acción verdadera, es la orientación del individuo hacia un objetivo que él conoce, al menos someramente, y que trata de alcanzar ya imitando, ya descubriendo caminos de acceso. Se lo hace actuar, él no actúa. ¿Y cómo y para qué el maestro quiere hacerlo actuar, se toma (cuando se lo toma) tanto trabajo para actuar a ese escolar, que cuando era niño y todavía no era escolar, era todo acción, para quien vivir era actuar y actuar era vivir ? Si no es para su enseñanza, tal como hemos tratado de definirla, es para su acción, su actividad, a la cual la actividad de sus alumnos molesta. "Cállense, quédense quietos, no cesa de decirles. Ustedes me impiden enseñar". ¿Se pueden oír y se oyen todos los días, frases más ridículas? Los alumnos van a clase para aprender, y su aprendizaje es mucho más importante que las enseñanzas del maestro.

No es dudoso en efecto que esta colaboración entre el maestro y los alumnos, que el maestro evoca de tanto en tanto, por las necesidades de la causa (de su causa) sea de gran valor y represente la verdadera fórmula de la educación pero una colaboración supone entre los colaboradores una igualdad, que no es del todo necesariamente una igualdad espiritual, sin lo que, en el caso que nos ocupa, ella no sería sino una igualdad de trabajo, dada por el hecho de que los dos colaboradores se colocan en la misma situación: primero, el conocimiento del fin a alcanzar (aún cuando el maestro conozca mejor ese fin, ese objeto es necesario que los alumnos lo conozcan también en cierta medida); en segundo lugar, la puesta a disposición de los alumnos de métodos de aprendizaje1.

Finalmente y puesto que el maestro pide a los alumnos trabajar, actuar, construir (como él pretende hacerlo) y construirse, es preciso al menos, que ellos entrevean esa construcción, y que tengan a su disposición medios para acabarla medianamente, es decir, que ellos sepan en forma global lo que deben o lo que quieren hacer, y que el maestro los provea o les permita utilizar los instrumentos de trabajo, de acción, los métodos activos de los que tienen necesidad y que son la conquista de la pedagogía nueva.

Y entonces la palabra enseñar toma un sentido bien diferente del que dábamos al comienzo de este artículo. Enseñar no es más para el maestro presentar a sus alumnos y hacerles adquirir, en vista de una conservación problemática conocimientos nuevos; es ayudarlos a tratar de conocer mejor lo que ellos ya conocen, y por consiguiente lo que ellos desean conocer mejor. No es una paradoja decir que uno no aprende lo que no sabe: uno aprende verdaderamente lo que sabe.

Todo esto exige evidentemente una revisión completa de nuestros programas que están superados y de nuestros métodos de enseñanza que son arcaicos.

Por otra parte, requiere un conocimiento de los intereses de los alumnos, en las diferentes edades, como lo ha dicho tan exactamente Dewey, el gran maestro de la educación nueva: "Hay en mi clase demasiados alumnos que no se interesan en nada" -dice el maestro-. Decid: "En nada de lo que me interesa a mí, o interesa al que hizo el programa". Pero ellos se interesan en muchas cosas en las cuales usted, maestro, no quiere que se interesen porque si ellos estuviesen autorizados a interesarse, no se interesarían más que en lo que usted dice; a los cuales usted prohibirá la entrada en el aula por temor que no haya más lugar para usted. "Esta es mi clase" -dice usted. "No, esta es la clase de sus alumnos". ''Yo hago mi clase" -dice usted. "No, ellos hacen la clase". "La clase es su objeto, y no el vuestro". Ellos no van a clase para ayudaros a enseñar, para colaborar en vuestra enseñanza; van a clase para aprender y os exigen colaborar en su aprendizaje. Enseñar no será pues más para el maestro pedir a los alumnos que aprendan lo que enseña, será aceptar enseñarles lo que ellos aprenden, pues ellos aprenden y desean aprender a aprender lo que les interesa. Pero lo que les interesa (y la vida extra-escolar: prensa, cine, radio, multiplica lo que les interesa) es a menudo confuso, incierto y difícil de ordenar por falta de instrumentos de trabajo, de métodos. Ellos no ven de primera intención las relaciones que de hecho existen entre los objetos de conocimiento que se presentan muy dispares. Los alumnos no tienen a su disposición los medios para examinarlos de una manera satisfactoria.

No obstante, en lo relativo a la primera dificultad, no hay razones para preocuparse mayormente. Todo trabajo de búsqueda -aún sobre hechos muy simples, elementales, yo diría de hasta de los hechos más sencillos (historia de los medios de calefacción o de iluminación, estudio geográfico del medio próximo a la escuela, observación de comportamiento de un animal doméstico) -sólo desarrollándose lleva a la comprobación de relaciones, y luego al establecimiento de leyes. Es así como han procedido siempre todos los sabios, es decir todos los trabajadores intelectuales. Y la escuela no debe formar "enseñados" sino trabajadores. Los alumnos no van a ella para que se les enseñe la historia, la geografía o la ciencia, sino para que se les dé la posibilidad de ser historiadores, geógrafos y hombres de ciencia (y gracias a la expresión libre, cuando quieren, y si lo quieren, escritores, poetas).

Para ello, es necesario que el maestro abandone la lección, la presentación metódica de conocimientos que no merecen ese nombre, y en lugar de tratar a sus alumnos como a un material que intenta modelar, les presenta y sobre todo les permite descubrir y concentrarse sobre la materia que ellos quieren y pueden trabajar. Estando esta materia constituida por lo real, las cosas que los alumnos no dejan de descubrir y de someter a una observación, y, por otra parte, por el documento, que sustituye a lo real, allí donde lo real falta, o que lo completa, allí donde lo real es insuficiente.

A esa materia, los alumnos la tratarán con ayuda de los instrumentos de trabajo que son los métodos de aprendizaje, los métodos activos. Los métodos de trabajo individualizado (Kilpatrick, Parkhurst, Dottrens) que permiten sobre todo la adquisición de las primeras actividades instrumentales (lectura, escritura, cálculo, álgebra, geometría ) y los métodos de trabajo por grupo (Cousinet, Petersen) que permiten el perfeccionamiento, las rectificaciones del trabajo de cada uno, no por las correcciones hechas por un maestro colocado demasiado alto para ver de cerca lo que debe ser corregido, si no por la confrontación del trabajo de cada uno, gracias a la colaboración con sus iguales.

Y así la clase vuelve a lo que debería haber sido siempre, un taller, donde trabajad ores, al construir sus obras (materiales o espirituales) se construyen a sí mismos, llegan a ser lo que son. Hermosa y natural actividad, en el curso de la cual el maestro no interviene más que cuando es necesario. Numerosas, muy numerosas experiencias pueden convencernos suficientemente del valor de esos talleres, del entusiasmo con que los trabajadores realizan el trabajo que han querido, y que ellos llevan a buen término, no a pesar, sino con las dificultades que encuentran. Esa es la verdadera enseñanza.

(Traducción de Zulema Graells Herrera).

Nota

1 Ver sobre este tema mi último libro: Pedagogie de l’apprendissage, Paris, Presses Universitaires de France, 1960.

 

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